Cultura y crítica del poder
Las páginas de opinión de EL PAÍS se han abierto últimamente a un interesante debate en el que desde puntos de vista diversos y polémicos se ha planteado un gran tema: el de las relaciones entre cultura y crítica del poder. Quizá no representaría un mal punto de partida, en un intento reflexivo sobre tal tema, recordar una amplia evidencia: la capacidad crítica constituye el supuesto necesario para que la actividad cultural genere radicales innovaciones creadoras. Si trascendemos la reducción literaria y artística con que frecuentemente el concepto de cultura es pensado, para otorgarle sus más amplias dimensiones humanas podríamos recurrir ilustrativamente al campo de la ciencia. Sobradamente conocidas son actualmente las ideas de Kuhn sobre las revoluciones científicas como hecho decisivo en el progreso del conocimiento, en las cuales se parte de la ruptura del paradigma establecido para abrir nuevas etapas. Es una dinámica que, según otro filósofo de la ciencia, Feyerabend, extendiéndose más allá de los períodos de crisis y ruptura, debería vitalizar toda la ciencia a través de la lucha entre la tenacidad de lo establecido y la proliferación de nuevas teorías. Humorísticamente afirmaba Konrad Lorenz cual norma vital: "Nada rejuvenece tanto como deshacerse de una hipótesis establecida a la hora del desayuno".La evidencia que acabo de postular sobre la necesaria función de la crítica -y a cuya exaltación y glorificación abstractas es difícil sustraerse debe ser completada por otra evidencia histórica menos gozosa: la tendencia de lo establecido a perpetuarse, a negar y combatir, a veces sañudamente, mucho más allá del mero debate defensivo, la novedad y la crítica. Podemos proseguir todavía nuestra referencia al campo de la ciencia natural, aparentemente tan aséptico: su historia nos muestra el modo como el pensamiento crítico y creador ha sido largamente víctima de la represión. Internamente, por la lógica de los poderes establecidos en la comunidad científica, más gravemente aún por las implicaciones ideológicas de la ciencia en la concepción del mundo, que han desencadenado conocidas persecuciones políticas y religiosas.
Alcanzar, entonces, una situación de libre debate, un espacio en que la fuerza de las ideas no sea anulada por las armas del poder, significa una verdadera conquista histórica. Me he referido en el arranque de estas reflexiones a la historia de la ciencia natural. Mas ¿qué ocurre cuando el fuego de la crítica en el conflicto social de clases, de Estados y culturas étnicas o nacionales, de sexos, ataca directamente al poder establecido, ya sea en el ejercicio de la razón, ya en el compromiso de la obra creadora? No sólo mantener, sino potenciar, dicho espacio de crítica y debate es el gran reto que se plantea al poder político, si más allá de su interés particular cumple la función gestora de un Estado que engloba a todos los ciudadanos, si aspira a mantener la vitalidad creativa de la sociedad, si pretende cumplir el ideal de la democracia.
España, en la última etapa del franquismo, vivió el desarrollo y mitificación de la cultura crítica -o de la resistencia cultural-. Desprestigiada la cultura oficial, quienquiera que desease gozar de predicamento, de alguna manera debía parecer bajo tal signo. Ahora bien, la corriente crítica amalgamaba actitudes muy distintas, desde las puramente demoliberales hasta las revolucionarias, dotadas por aquel entonces de peculiar fuerza y atractivo, situación en que los pactos y la necesidad de mutua ayuda cohesionaban tal amalgama. La transición democrática, hábilmente dirigida por los grandes intereses dominantes en el mundo occidental y en nuestro país, nos ha conducido al actual estado de cosas, en que el PSOE se ha convertido en el gestor de tales intereses. Incluso quienes tan sólo aspiraban a la instalación de una democracia liberal, sin cambios en el ejercicio del poder tras sus instituciones, deben mantener al menos un campo de crítica: la denuncia de las deficiencias en nuestro Estado de derecho. Pero más allá existe toda una importante realidad social en nuestro país, asentada en la crítica radical del presente y en la voluntad de transformar nuestra sociedad. El esfuerzo por desenmascarar y combatir las múltiples formas de violencia y de explotación sobre los seres humanos, consustanciales a la actual estructura social, por liberar las fuerzas de la ciencia y de la tecnología de su actual sujeción al interés militar y al beneficio de los poderosos, da sentido a un dinamismo que trasciende la mera gestión del mundo establecido. Sin embargo, negar tal ámbito cultural, político, social, borrarlo, desfigurarlo, constituye una estrategia sumamente útil y tentadora para el partido actualmente en el Gobierno. Puede éste complacerse en el debate con la oposición y la crítica realizadas desde su derecha, pero el intento de monopolizar la izquierda resulta decisivo electoralmente. Y actúa además corno autojustificación de las limitaciones exhibidas en el ejercicicio del poder, al proclamar que no es posible ir más lejos, que allende su gestión sólo existe lo ilusorio, lo trasnochado, lo demagógico e irresponsable. Como el volteriano doctor Panglos, se afirma que "todo está bien, todo va bien, vivimos en el mejor de los mundos posibles". Y por esta vía se tratará de hundir la oposición de la izquierda en el silencio y la penuria. O bien de suplantarla integradoramente, creando en el interior del propio recinto su réplica. Tal parece pretenderse con el lanzamiento de un reciente programa sobre los movimientos sociales, que algunas voces han calificado ya de nuevo amarillismo.
Muy expresiva de la patrimonial concepción de la gestión pública resulta la idea -a veces latente, otras explicitada- según al cual el mero reconocimiento de méritos o la ayuda estatal a las actividades de quienes -individualidades y colectivos- se encuentran en la oposición desautorizaría a los mismos para el ejercicio de la crítica, como si dicha gestión no representara otra cosa sino un reparto de graciosos favores generadores de sumisión. Y entonces se hace urgente recordar lo que antes he señalado como piedra de toque de una sociedad democráticamente madura: la capacidad del poder para actuar al servicio del conjunto social; también de los sectores, de las voces y actitudes cuya crítica pueda resultar incómoda. Tan incómoda como capaz, posiblemente, de crear un futuro superior cuyo despliegue tantas veces ha latido en la marginalidad del presente.
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