Thatcherismo, felipismo
La España que visitará Margaret Thatcher ha salido del baúl del franquismo. Allí se va a encontrar una democracia estable, con una economía en plena expansión y todo lo que esto trae consigo, desde los embotellamientos hasta el aumento de la delincuencia; ni las carreteras ni la policía pueden hacer frente a la nueva prosperidad. Thatcher será la primera primer ministro británica que visite España, prueba de la importancia que concede al mantenimiento de buenas relaciones con una potencia europea de primera fila. ¿Con quién se entrevistará en Madrid y qué va a hacer en una España gobernada por socialistas?Empezando desde la cúspide, el rey Juan Carlos es el mejor Borbón que ha reinado en España. Al igual que Thatcher, no es un intelectual y, como ella, es un político duro y decidido. Los españoles le consideran el salvador de la aún frágil democracia española cuando el teniente coronel Tejero irrumpió en las Cortes enarbolando su pistola el 23 de febrero de 1981. Gracias a sus llamadas telefónicas a diferentes mandos del Ejército, exigiendo disciplina y respeto a la Constitución, y gracias a su aparición en televisión la noche del golpe, elevó la Corona al lugar que le corresponde, con lo que se ganó la admiración de la mayoría de los españoles y el odio de la extrema derecha.
Él y su reina han creado una monarquía popular partiendo de cero, sin permitir que su vida privada se convierta en una opereta para alimentar a la Prensa sensacionalista. Su cara alargada puede darle un aspecto lúgubre en los actos oficiales, pero en privado es un hombre relajado y tremendamente informal. Conoce bien el Reino Unido, sale de caza con duques ingleses y su conexión con nuestra familia real es muy estrecha.
Durante la transición española a la democracia, su poder como sucesor de Franco a la hora de elegir o rechazar ministros era limitado tan sólo por un buen juicio. Desde entonces se ha retirado a un segundo plano como monarca constitucional con derecho a ser consultado, a prestar su apoyo y a aconsejar a los que le rodean. Los asuntos políticos corren a cargo del presidente del Consejo de Ministros, Felipe González, y es con él con quien la primera ministra negociará durante las dos largas sesiones de trabajo previstas. González subió al poder en 1982, apoyado por un voto popular masivo. Fue reelegido en 1986 con una mayoría bastante inferior y se mantendrá en el poder por falta de una alternativa viable. Alianza Popular, el partido conservador español, se encuentra en una situación tan alarmante como la que atraviesa el Partido Laborista británico.
No es la primera vez que se encuentran estos dos gobernantes, considerados entre los más formidables y duraderos de Europa. Durante lo que se conoce como un funeral de trabajo en el ambiente político, se encontraron en el bunker subterráneo a prueba de escuchas de la Embajada británica en Moscú y se entendieron inmediatamente. Volvieron a hablar en privado antes de la reunión de febrero del Consejo de Europa. Thatcher lo encuentra menos pegajoso que a su predecesor, Adolfo Suárez, y no puede perdonar a sus compañeros conservadores de Alianza Popular que recomendaran la abstención en el referéndum sobre la integración de España en la OTAN.
El thatcherismo es un dogma radical fácil de identificar, pero el felipismo es considerado por las críticas a la izquierda del presidente como un armazón carente de contenido ideológico, concebido para tapar el sacrificio de los principios socialistas en aras de una floreciente economía de mercado. A través del énfasis que pone su Gobierno en la batalla contra la inflación, del desmantelamiento de la legislación franquista -que hacía casi imposible el despido libre- y de la reconversión de los sectores siderúrgico y naval, que ha dejado a miles de trabajadores en la calle, se acusa a González de introducir en España un thatcherismo encubierto. Según Nicolás Redondo, dirigente del sindicato socialista UGT, una sociedad "basada en el egoísmo y en el ansia desmedida de beneficio" ha hecho más ricos a los ricos y más pobres a los pobres.
Redondo exigió una crisis (término español para denominar a un reajuste ministerial). La consiguió en el mes de julio y su resultado no ha podido gustarle mucho. Es cierto, el nuevo Gobierno incluía a dos miembros prominentes de UGT, uno de ellos obrero. Pero, y utilizando otro término de la jerga española, éstos eran submarinos que habían defendido al Gobierno en su política contra los violentos ataques de Redondo. Uno de ellos es una mujer. En su último congreso, el partido socialista decretó que el 25% de los cargos debían ser ocupados por mujeres; por algo la esposa del presidente del Gobierno es una destacada feminista.
La crisis de julio ha debilitado la imagen gaitskelliana del Gobierno como compendio de virtudes burguesas. José María Maravall, anterior ministro de Educación y principal teórico del partido, solía insistir a sus colegas para que leyesen libros de Tony Crosland. Los intelectuales disfrutan de un extraordinario prestigio en la vida pública española, y la estrella del nuevo Gobierno es el ministro de Cultura, Jorge Semprún, novelista, guionista y antiguo dirigente comunista. Es como si hubiesen drogado a Dennis Potter para meterlo en el Gabinete británico. Pero cualquier impresión de que el Gobierno se ha desplazado hacia la izquierda es falsa. González se deshizo de los residuos marxistas hace tiempo y sigue llevando firmemente las riendas de su partido y de su Gobierno. Su política económica no cambiará con el nuevo equipo. Hay muy poco en dicha política y en sus resultados que no vaya a contar con la aprobación de la primera ministra: un crecimiento del PNB que se encuentra por encima de la media europea; un índice de desempleo que, aunque alto, va cediendo; un incremento de las inversiones extranjeras. Ambos gobernantes se enfrentan a problemas muy similares: la amenaza de la inflación y una balanza de pagos que se va deteriorando a causa de la fiebre consumista. El gasto en artículos de lujo importados se ha disparado en España; por ejemplo, en el caso del champaña francés, cuyo consumo ha aumentado este año un 40%.
Del mismo modo, ninguno de los dos puede contentarse con las consecuencias del brote de capitalismo especulativo provocado por su búsqueda de una economía dinámica. El estilo de vida de lo que la Prensa española denomina yuppielandia ocupa más páginas de ¡Hola! que las actividades de los políticos, rivalizando con la familia real monegasca o la jet-set marbellí. Porque tanto Felipe González como Margaret Thatcher son moralistas. Ella predica la ética protestante; él ha heredado la tradición austera de su partido, que no puede ver a la beautiful people de la nueva aristocracia socialista. Miguel Boyer, el artífice de la política monetaria del Gobierno, ha sido repetidamente fotografiado en los brazos de la anteriot esposa de Julio Iglesias. No hay nada mejor que un ex ministro para hostigar a un Gobierno que acaba de abandonar. El anterior ministro de Transportes hizo hincapié en la paradoja de que el Gobierno socialista está dirigiendo "un país donde se idolatra el dinero y que se ha convertido en un casino. Debemos restablecer los valores morales".
Al igual que Thatcher, Felipe González dirige la política exterior de su país siguiendo los consejos de su oficina particular. La misión de su amigo, el ministro de Asuntos Exteriores, Paco Fernández Ordóñez, es presentar los resultados a la Prensa. La semana que viene habrá algunas diferencias de énfasis y posiblemente a Thatcher no le guste la política latinoamericana del presidente, pero estará dispuesta a escuchar a un jefe de Gobierno que sabe más de ese continente que cualquiera de sus colegas europeos. Por otra parte, el apoyo incondicional de la primera ministra al presidente Reagan no cae del todo bien en Madrid, que se indignó ante el bombardeo de Libia por parte de una escuadrilla americana que había partido del Reino Unido.
En cambio, ella posiblemente admire el giro en redondo mediante el cual el presidente reafirmó su carrera política al ganar el referéndum que permitiría a España permanecer en la OTAN. Pero Thatcher debe considerar la actual postura de España -medio dentro, medio fuera- como un compromiso forzado e incómodo para aplacar a una opinión pública nacional según la cual Estados Unidos constituye úna amenaza mayor a la paz mundial que la Unión Soviética. Y no le gustará el traslado de los F-16 americanos de la base cercana a Madrid. Los españoles consideran este hecho como una victoria nacional, la liquidación final del excesivo servilismo de Franco hacia Washington.
Pero si bien el atlantismo de Felipe González le parece un tanto tibio a Thatcher, el entusiasmo europeísta del primero es mayor que el suyo propio. España va a ocupar próximamente la presidencia de la Comunidad y la agenda para 1989 puede ser uno de los temas principales del encuentro de Madrid. Por diferentes razones, a ninguno de los dos le gusta la idea de llenar los bolsillos de los granjeros alemanes y franceses. Espero que el presidente convencerá a Thatcher de que realice una inversión para un pabellón británico en la Exposición Internacional de Sevilla en 1992, lo que sumado a los Juegos Olímpicos de Barcelona y a la conmemoración del descubrimiento de América convertirá a 1992 en el gran año español. Sería una pena que no participásemos activamente en ello.
Hay un tema en el que el acuerdo será completo, incluso apasionado: la búsqueda de un arma efectiva en la batalla contra el terrorismo. Felipe González tiene su IRA en la ETA vasca. El día antes de que ocho soldados fueran asesinados en Irlanda del Norte, dos guardias civiles encontraron la muerte en el País Vasco. El Gobierno español colaboró activamente en la persecución de terroristas del IRA en España y la operación de los SAS en Gibraltar no ofendió a la opinión pública. En los restaurantes madrileños los camareros felicitaban a diplomáticos británicos.
Gibraltar, ese factor que tanto amarga las relaciones angloespañolas, y que es lo que más trabajo da a los embajadores en Madrid y Londres, también saldrá a relucir en el encuentro, pero será un asunto de segundo orden. No va a haber cambios drásticos ni grandes adelantos en la discusión técnica que sostendrán los dos ministros de Exteriores. Los españoles empiezan a comprender que no nos aferramos a este resto de nuestro pasado imperial por su valor estratégico, que es casi nulo, como quedó demostrado en la guerra de las Malvinas. Somos prisioneros de nuestro compromiso para con los gíbraltareños y Thatcher es la última en renegar de él.
Para los españoles, Margaret Thatcher es la dama de hierro, una figura revestida de un cierto carisma, una cirujana sin piedad que ha operado decididamente a una sociedad paralizada. Kinnock no les pareció una figura tan impresionante durante su visita a España, y su política de defensa, como me comentó un ministro español, la receta perfecta para un suicidio político. Por desgracia, a sus compañeros socialistas tampoco les hicieron demasiada gracia las historias que Nye le había contado hace años.
La política británica no es asunto de especial interés para los españoles. La mayoría sólo ha oído hablar de dos políticos: Churchill y Thatcher. Quedaron sorprendidos por la mezquindad de la universidad de Oxford al denegar a su más notable graduada la concesión de un doctorado honorario: este hecho fue calificado por la Prensa como un ejemplo de revanchismo partidista académico. Recibí más llamadas telefónicas y me hicieron más entrevistas de radio y televisión por este hecho que por cualquier otro en los últimos 30 años. Su visita es esperada con una mezcla de excitación e inquietud.
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