Fantasmas del pasado
Bien se comprenderá que no he de rebajarme a contestar las necias insidias de cualquier majadero resentido, pero sí quiero precisar, porque ello debe ser de interés público, algunas de las declaraciones que, tomadas de oido y a toda prisa, hice semanas atrás en El Escorial, y que por lo visto han escocido a algunos. Según parece, dije entonces que "a partir de 1960... he presenciado la transformación de este país, que ha sido sensacional", y que "sobre la intelectualidad española sigue pesando el franquismo. Ésta no se ha librado del peso de la dictadura, y una manera de estar en ese círculo poblado de fantasmas del pasado es ir siempre en contra".Fueron apreociaciones sumarias, como no podían dejar de haberlo sido en la ocasión, pero -eso sí- basadas sobre los análisis qae durante años he ido presentando en escritos detallados cuya amplitud tampoco constituiría reducción al espacio tolerable para un artículo de Prensa diaria. Procuraba examinar en ellos la incongruencia de una sociedad como la actual, transformada de arriba abajo por efecto de la última fase, electrónica, de la revolución industrial, y regida, sin embargo, por las mismas instituciones que a finales del siglo XVIII fueron diseñadas al servicio de una sociedad muy diferente: la sociedad, burguesa que emergía vigorosa. Dos siglos después, la realidad en que hoy vive el mundo poco tiene que ver con la de aquel momento: han cambiado entre tanto todas las estructuras sociales; han cambiado las relaciones de poder en sus diversos niveles; han cambiado las relaciones económicas, de producción y trabajo; han cambiado las relaciones familiares, las relaciones con la Iglesia, las relaciones entre los sexos y entre las edades; en fin, han cambiado las costumbres, y con ellas, las mentalidades. Mientras tanto, seguimos manejándonos con aquellas viejas instituciones, tan inadecuadas ya, e incapaces de todo punto para bregar con situaciones imprevistas que de continuo las desbordan.
Al término de la II Guerra Mundial, que elausuraba la fase histórica de las naciones soberanas, hubiera sido necesario erigir alguna organización político-militar capaz de imponer con eficacia un orden de convivencia civil pacífica en un mundo unificado. En lugar de ello, todo se redujo a restaurar, con excesivo énfasis verbal y recursos insuficientes, aquel foro internacional cuya inocuidad se había probado tan patética durante el previo período entre las grandes guerras, y aceptando la disimulada ficción de Estados independientes, se ha vivido desde entonces, decenio tras decenio, bajo la pugna de las dos superpotencias rivales, incapaces por lo demás de ejercer una efectiva policía planetaria.
Dentro de ese cuadro general hay que situar lo que mientras tanto ocurría en esta España de nuestros pecados. Abatida y extenuada por su guerra civil, aplastada por la brutal dictadura, la lucha contra este régimen hubo de ser desde el comienzo mismo tarea de los intelectuales (y entiendo por tales aquellas personas que, de un modo u otro, trascienden las preocupaciones inmediatas de sus particulares cuitas cotidianas para ocuparse de intereses públicos). Las armas a su disposición para esa lucha no eran otras, claro está, que las del arsenal ideológico remanente de la pasada guerra civil, y con tan pobre y ya obsoleto instrumental, pero con osadía, espíritu de sacrificio y muchas veces heroísmo, combatieron al dictador incansablemente, frente a un horizonte de vagas, ímprecisas y remotas expectativas revolucionarias. El régimen, entre tanto, forzado por las circunstancias, tuvo que someterse para sobrevivir al proceso de liberalización económica que le venía impuesto desde fuera, y así, en la década de los sesenta -es decir, con retraso de unos 20 años- se inicia en la sociedad española el cambio espectacular que terminaría por homologar a este país con el resto del Occidente. Cabría afirmar, un poco como en broma (pero en el fondo no es broma) que, a falta de revolución política, los españoles se entregaron con sorprendente celeridad y entusiasmo a la revolución sexual. Y cuando, ¡al fin!, quiso Dios llamar a su seno al caudillo que por su triste gracia había gobernado a España, nuestra sociedad, transformada por completo, estaba ya madura para la democracia, se había convertido en una sociedad moderna, y así, las instituciones democráticas pudieron introducirse sin trauma alguno, mediante esa transición que admiró al mundo y que, muy corriprensiblemente, dejó un tanto frustrados a muchos de quienes, con perseverancia y denuedo, tanto se habían afanado por promover en vías violentas un cambio drástico. Nada de extraño tiene que esa frustración, manifiesta de inmediato en un templado y general clima de desencanto, se le haya enconada, a algunos en rabioso y desesperado malestar.
Pero esto, después de todo, es excepcional y transitorio. En la presente situación de una normalidad política inédita para nosotros, compete a los intelectuales un trabajo arduo y sin duda poco grato: el de sacar a luz y llevar a la conciencia pública las tendencias que se incoan en el seno de la sociedad actual, ocultas Y disfrazadas por conceptos y denominaciones que han perdido validez, pero que siguen recubriendo objetos cuya índole ha alterado el tiempo hasta el punto de dotarlos con frecuencia de significado opuesto al original. ¿Cómo son, por ejemplo, hoy día las relaciones de producción y trabajo? ¿Cuál es hoy día la naturaleza y posición de los sindicatos? ¿De qué manera puede entenderse el problema del paro ante las perspectivas de la tecnología avanzada? ¿De qué raíces se nutre la violencia generalizada en todo el globo terráqueo, se revista o no de pretextos políticos? ¿Qué alcance tienen los movimientos migratorios que están alterando la fisonomía de las poblaciones y creando en ellas tensiones explosivas? ¿Qué puede hacerse con los medios audiovisuales en cuanto a la educación y el recreo de las multitudes? Etcétera. Para abordar adecuadamente cuestiones tales es indispensable poner al descubierto sus términos verdaderos desechando las rutinas mentales que perpetúan conceptos nacidos de un estadio previo, Y ésta sólo puede ser labor de intelectuales dispuestos a enfrentarse con los retos del futuro inminente.
Si en aquellas declaraciones mías que no hace mucho publicó la Prensa en sumaria abrevíación periodística hablaba yo de una íntelectualidad española sobre la que el franquismo sigue pesando, es obvio que me refería al sector de quienes por inercia ven en el Estado al enemigo, y no al gestor, más o menos acertado, del bien común. Son quienes, sosteniendo, corno es la verdad, que el intelectual tiene por misión ejercer la crítica de los defectos y de los excesos del poder público, pretenden -y aun no ha faltado quien lo postule como doctrina- que el intelectual debe colocarse por principio y sistemáticamente -esto es, en definitiva, acríticamente- en contra de todo poder; con lo cual, renunciando a un juicio independiente, se cae en una especie de conformismo a la inversa.
Es ésta una actitud que podría estar, y lo estuvo, justificada frente a un Gobierno ilegítimo: la oposición a la tiranía ha de ser implacable. Ante un Gobierno de intachable origen democrático, cualquier critica de gestión, por dura que fuere, será válida, sana y conveniente, pero la oposición de sus adversarios no debiera nunca ser frontal y cerrada, no debiera apuntar a desacreditarlo y demolerlo por cualquier medio, sino a procurar sustituirlo, y para llegar a este resultado habría que proponer soluciones alternativas a los problemas planteados, que son problemas de la comunidad entera, convenciendo al cuerpo electoral de que para las próximas elecciones cambie a sus mandatarios y varíe así la orientación de la política oficial del Estado. Esto es lo correcto, lo que en buena práctica democrática procede. Echar mano de toda clase de recursos, aun los más indecentes, para socavar a un Gobierno elegido por la mayoría del país, como se ha hecho con el actual en España, llegando incluso al extremo grotesco de identificarlo con la dictadura franquista, y tratar de derribarlo sin proponer ninguna razonable alternativa, es en el fondo atentar contra la democracia misma. No por casualidad colaboran en ese empeño, muy a mansalva, los que desde siempre fueron enemigos de ella, sostenedores de Franco en su día y nostálgicos en el de hoy, con otras gentes que, ya sea por idealismo utópico, ya sea por un invencible espíritu protestatario, o por la desazón de sentir que bajo sus pies se les hunde Ia plataforma de antiguas convicciones, o por lo que quiera que sea, se complacen en airear con la mínima oportunidad altivas indignaciones virtuosas.
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