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Tribuna:UNA DOCUMENTACIÓN INÉDITA
Tribuna
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Cartas sobre Lisboa (1755-1988)

Las cartas son de 1755. Se conservan en nuestro archivo de Liria, porque están dirigidas, en un castellano vigoroso, al duque de Alba por su sobrino el conde de Aranda (todavía no es Aranda, que hoy sí lo es, un título de los Alba). El aragonés, que es entonces un hombre joven, ha llegado a una Lisboa, como embajador, asolada con atroz intermitencia por el terremoto, cuyas ondas alcanzaron Salamanca. Aranda, ilustrado que madruga, está seguro de que la catástrofe es irremediable, pero no sólo porque la tierra tiemble."La pérdida es irreparable en la vida de los que conocieron Lisboa; y este reino ha de aniquilarse infinito, pues como los extranjeros le han de sacar la poca sustancia que le queda, contribuirán a su fin irremediablemente".

El mundo no va, esta vez, por sí mismo. Los reyes eran Braganza, en cierto modo usurpadores y, desde luego, perezosos. Usurparon, porque un neurótico centralismo, geocentrismo casi, impidió a Felipe II establecer en Lisboa, abierta al ultramar, la capital de su reino, que conquistó el tercer duque de Alba y perdió el conde duque de Olivares para Felipe IV, el artista, el amador, el indolente. Ahora, en 1988, el presidente portugués es Mario, Soares, experto en exilios y más largos padecimientos. ¿Vencerá Soares, en la Lisboa devastada, la voluntad de ocaso que Ors proclamó como emblemática de Portugal?

A Aranda le disgusta la actitud de los portugueses. "Todo este pueblo enteramente abandonado, ni trabaja ni piensa así, sino a la haraganería de ir pordioseando, rezando por las calles y oyendo sermones a todas horas". La ilustración se abre camino. "Y para prueba de que su método es agradable a Dios, tiembla la tierra todos los días". Empezaba Aranda a merecer el único artículo dedicado a una persona que escribirá Voltaire en su Diccionario filosófico (1764). "Bien podían desengañarse, que Dios no quiere ese abandono, ni devoción excesiva". ¿Seguirá siendo Portugal ese "otro mundo", en el que se predicó entonces "públicamente que el mundo se acababa?". Sabemos que Aranda fue cristiano y católico practicante, pero si ignoró a Voltaire, conocerá la obra de Rousseau, según cuyos principios fue educada su prima la Cayetana de Alba que pintó y quiso Goya. El vagaroso deísmo de Emilio (1762) no se había encarnado todavía en el sanguinolento del "incorruptible" Robespierre, regicida, asesino de Danton y Marat. "Todo progreso", escribe Pessoa, "tiene en su base una degeneración".

Quejas

Aranda no desmaya ni en sus quejas por Lisboa, ni en las que prorrumpe por sus incomodidades como embajador de España. Cauteloso, habita una barraca. No ha visto "aún una dama, ni esperanza de lograrlo". Carece de "convites delicados, tren de calle sobresaliente; y con todo gastarse hasta los calzones". En fin, que el deterioro de la carrera diplomática se había ya asentado en el siglo XVIII. La fineza consiste en tener buenos antepasados.

"Éste es el país del Deus providebit, sin tener presente el proverbio a Dios rogando y con el mazo dando". Le queda, eso sí, tiempo para divertirse con bromas de lenguaje: que no se "afeite" la hermana de Alba, que escrupulice, porque hará si no cometer muchos pecados de pensamiento. Las intrigas, aun entre seísmos contumaces, no cejan en Lisboa. Acusan, sin razones, a Aranda de haber muerto a un secretario de Estado. 'Yo no quiero pasar por Don Quijote, ni de burlas". Meléndez, Moratín y Jovellanos tienen la vía franca para sus renovaciones literarias.

Son 13 las cartas, y la última lleva fecha de 21 de marzo de 1756. (Es ésta la primera vez que se publican en edición venal). Ésta mía, que las arropa, a los lectores y al presidente Soares, valga como sustitutivo, en un tórrido, trágico agosto de 1988, de aquella conferencia, en Lisboa, que Soares no pudo escuchar porque a mí me prohibieron dictarla. Malos son los fuegos, malos los terremotos y peores los regímenes totalitarios. La vida sólo tiene un refugio: la vida misma. Lo importante es no instalarse en ninguna monotonía, querido presidente, ni en la de lo bueno, ni en la de lo peor.

Jesús Aguirre es duque de Alba y conde de Aranda.

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