Política de los boleros
Dicen que la distancia es el olvido, pero no parece ser el caso de las elecciones que estremecieron a México entero el 6 de julio. En esta ocasión los boleros no sirven para entender la política. El paso del tiempo no logra apaciguar los ánimos ni permite pensar que hemos presenciado ya las últimas secuelas de acontecimientos que han sacudido a una nación sedentaria y renuente al cambio como lo son muy pocas en el mundo. No obstante, comienzan a entreverse ya las principales tendencias que, más allá de los sucesos cotidianos de toda campaña electoral, llevaron al sorprendente resultado de estos comicios estivales. Conducirán al desenlace de la transición del México de ayer al de fin de siglo. La razón profunda de la crisis política que hoy vive el país se encuentra indudablemente en la suspensión indefinida del milagro mexicano: el término, en 1982, de cuatro decenios de crecimiento económico elevado y sostenido. Los comicios constituyeron la tan esperada y temida explosión, pero en blanco. No hubo violencia ni estallido; sólo una señal de alarma, que denota a la vez la gravedad de la situación económica y social del país y la extraordinaria nobleza del pueblo mexicano, que pasó al final una factura muy modesta a sus gobernantes.
Pero el descontento, producto del fin de esa era, proviene de otros factores. Carlos Salinas y Cuauhtémoc Cárdenas, tales barcos que se cruzan de noche sin verse ni sentirse, cambiaron de sitio y de papel a lo largo de la campaña. En esta permuta yace el secreto del triunfo político -quizá no electoral- del segundo, y de la derrota -ésta sí, electoral y política- del partido del primero. Y en el mismo intercambio se encuentra la clave del misterio que promete el porvenir: cuál será la salida del atolladero en el cual se halla un país que obviamente no estaba preparado para enfrentar una crisis política de esta magnitud.
Al comenzar su campaña, Salinas procuró llenar dos espacios políticos decisivos en el México contemporáneo y de siempre: en el centro izquierda en lo económico y social, y en materia política, el del cambio del sistema para evitar el cambio de sistema. Durante el primer mes o dos de su largo recorrido por los ritos y vergüenzas del arcaísmo del Partido Revolucionario Institucional (PRI), buscó presentarse ante la ciudadanía como un candidato que rectificaría los excesos -inevitables, para él y para muchos- de una política económica cuyos costes sociales parecían demasiado onerosos aun para quienes la diseñaron. De allí el énfasis inicial de Salinas en la necesidad de retomar el crecimiento, de elevar el gasto público en educación y salud, de seguir una nueva política en materia de deuda externa y de amortiguar los efectos sociales más dañinos de la modernización económica.
La bandera del cambio
Trató también de volverse el abanderado del cambio político frente a un país ansioso de democracia y harto del fraude y el chanchullo electoral de un desacreditado partido gobernante y único. De allí sus declaraciones sobre el fin de la era del carro completo, su aparente disposición de imponer elecciones limpias y una cierta austeridad y sencillez -nunca excesiva, ciertamente, pero que incluía actos pequeños, moderación en el acarreo, etcétera- durante las primeras semanas de su campaña. En una palabra, Carlos Salinas se propuso ser el candidato de la modernización con rostro humano, el aspirante presidencial del cambio y del futuro frente al desgaste y el agotamiento del pasado. El apoyo inicial -y de corta duración- que despertó su candidatura en el seno de ciertos medios intelectuales mexicanos y la resistencia que provocó dentro de la vieja clase política y de las desprestigiadas burocracias del sistema se debió a esa promesa de ruptura ilustrada.
Promesa incumplida: muy pronto se produjeron acontecimientos que mostraron que, cualesquiera que fueran sus intenciones, Salinas, incluso instalado en la primera magistratura, difícilmente podrá llevar a cabo sus propósitos modernizadores. De ninguna manera podría lograrlo en el curso de la campaña. Lo primero, y sin duda lo más importante, fue el descalabro imprevisto y fulminante que sufrió la economía nacional a partir de principios de noviembre, cuando el desplome de la bolsa de valores y la reanudación de la fuga de capitales crearon un marco de pánico y zozobra semejantes a ocasiones anteriores.
Por razones ligadas a la nueva crisis pero en formas que permanecen aún misteriosas, Salinas se vio obligado a revisar dos premisas de su esquema original. En primer término, sintió la obligación -quizá preexistente a la crisis, quizá no- de evitar todo rompimiento, toda distancia frente al régimen de Miguel de la Madrid. Pensó tal vez que el pecado original de haber sido un candidato escogido a contrapelo por el presidente De la Madrid, aunado al debilitamiento provocado por el cataclismo económico de cuya responsabilidad no podía huir, ni como ex secretario de Programación y Presupuesto ni como candidato del Gobierno, le impedían arriesgar el único apoyo real que le restaba: el del presidente saliente. Postura paradójica: impopular durante todo el sexenio, el Gobierno de De la Madrid alcanza la cima del descontento ciudadano justo en el momento en que Carlos Salinas decide romper con la regla tradicional del sistema político mexicano según la cual el hijo asesina al padre.
El problema económico
Al mismo tiempo, la solución que se le da al problema económico -el llamado pacto de solidaridad- obliga al Gobierno a entregarse por completo a la iniciativa privada y pone un término a las veleidades reformistas de Salinas: cualquier suspiro social, de centro izquierda, quedó pospuesto. La confianza del empresariado se volvió, más que nunca, la piedra angular de la política económica del régimen, y cualquier distancia entre este último y el candidato oficial quedó clausurada por motivos de solidaridad en tiempos de crisis. Salinas terminó por abdicar de su pretensión de ocupar ese centro izquierda con el cual pensaba llegar a la presidencia.
Pero también se vio forzado a abandonar rápidamente sus anhelos de cambio político: por las razones anteriores y por sus consecuencias -creciente impopularidad y debilidad del propio candidato, mayor dependencia frente al Gobierno saliente-, la campaña de Salinas pronto se convirtió en una repetición mecánica, en algunos casos caricaturesca, de las campañas priistas de un pasado hasta ese momento repudiado. Los recursos estatales puestos a disposición del candidato oficial se desbordaron como nunca, los medios de información se cerraron al extremo, el acarreo y el gigantismo alcanzaron proporciones desconocidas y la presión a favor del fraude electoral se intensificó. En efecto, era difícil -si no imposible- explicarles a los viejos cuadros del aparato -gobernadores, delegados estatales del PRI, líderes sindicales, quienes recibirán, después del desastre del 6 de julio, el despectivo nombre de dinosaurios- que todo debía hacerse como antes, salvo lo más importante: la elección misma.
La inercia a favor del fraude, de por sí considerable, se fue volviendo irresistible. La transfiguración de Carlos Salinas también: el refrescante candidato modernizador de centro izquierda, que gozaba del apoyo de los sectores más ilustrados y abiertos de la sociedad mexicana, se fue convirtiendo en un aspirante de derecha entregado a los empresarios y prisionero de los bajos fondos del sistema político, dependiente por completo de los peores arcaísmos nacionales.
Pero ésta es sólo la mitad de la película. Porque de la misma manera, y casi en la misma medida en que Salinas se alejaba de su propósito inicial, Cuauhtémoc Cárdenas dejaba atrás el sello original de su gesta en apariencia quijotesca para transformarla en una auténtica epopeya del México de fin de siglo.
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