Un lugar donde 'chutarse'
Miles de jeringuillas utilizadas por toxicómanos forman parte del paisaje urbano de la periferia de Madrid
Son las siete de la tarde de un día cualquiera. Los obreros que trabajan en un edificio en construcción corren la voz entre ellos: "Ya están aquí otra vez", dicen, y las conversaciones se centran de nuevo en los grupos de muchachos que acuden dos veces al día a pincharse en el solar de enfrente. Terminada la operación, realizada con total descaro, otras 8 o 10 jeringuillas tiradas en el suelo se incorporan al cutre paisaje urbano de la periferia. Madrid está sembrado de jeringuillas. Las hay en los portales, en los patios de los colegios y en los muros de las iglesias. Crecen en los descampados, violentas y sucias, causando el estupor asqueado de los vecinos, que cada vez entienden menos lo que pasa en sus barrios.
Un Renault 11 GTX blanco, matrícula de Madrid, aparca en una calle de una zona industrial en las afueras de la ciudad, sin p seantes por las aceras. Del vehículo descienden cuatro jóvenes. Los obreros de las fábricas de alrededor ya conocen la secuencia de actos que va a desarrollarse. Hay una tapia que limita un solar vacío, lleno de basuras, cascotes y cajas de embalaje desechadas. La tapia tiene un hueco por el que se puede pasar al solar, y en la acera, justo frente al hueco, hay una toma de agua.Los cuatro jóvenes descienden del coche. Con una llave inglesa abren la toma de agua, lavan sus jeringuillas y se refrescan un poco. Pasan al solar y comienza el ritual del pinchazo. En cuclillas, calientan la cucharilla con agua y la heroína disuelta. El émbolo de la jeringuilla de insulina sube, y luego desciende con la aguja ya incrustrada entre los de dos de la mano. Toda la operación no ha durado más de un par de minutos, pero los jóvenes se quedan en círculo, esperando que se disipe un poco el flash de la droga golpeando en el cerebro.
Uno de los muchachos, tambaleándose, va a apoyarse en una tapia cercana. A simple vista se advierte que está mal, debe tener ya el cuerpo muy castigado. Al cabo de un rato, los cuatro jóvenes montan en el coche y se van Las jeringuillas se han quedado tiradas en el suelo, acumulándose con todas las demás, restos de pinchazos de esa misma mañana, de días anteriores.
El mismo Renault volverá al solar pocas horas más tarde, pero con ocupantes diferentes sirve para mucha gente ese vehículo de propietario desconocido. Antes del Renault, es un Ford Escort con matrícula de Valencia el que ha dejado su carga de yonquis en la acera frente al hueco en la tapia. Éste es el momento del día que provoca la abierta indignación de los obreros cercanos. Del Ford Escort descienden otros cuatro jóvenes, tres hombres y una mujer, pero esta vez va con ellos un niño pequeño, no más de dos o tres años. El niño observa tranquilamente cómo los cuatro tantean sus venas con la punta de la jeringuilla hasta encontrar el lugar adecuado. En esta ocasión no lavan las hipodérmicas en la toma de agua. Van provistos de una botella al efecto.
También el vigilante jurado de una obra cercana observa las manipulaciones del grupo con una expresión de desprecio. No pasa nada. Cuando terminan de pincharse, vuelven a la toma de agua a lavar de nuevo las jeringuillas, con una indiferencia total hacia el mundo exterior. "Hay que ser un cabrón o estar tan hecho polvo que ya todo te dé igual para venir aquí a pincharte con tu hijo en brazos. Son gentes que dan pena. Vienen a este solar varias veces al día, y también por la noche. Cuando ya ha oscurecido no se toman la molestia de medio esconderse en el solar, y se pican en la acera. Lo sabemos porque ayer, por capricho, fuimos recogiendo las jeringuillas abandonadas a lo largo de la calle, y recogimos 48", cuenta uno de los trabajadores de la obra. El vigilante jurado no avisa a la policía: "¿Para qué? Gente pinchándose te la encuentras en cualquier punto de Madrid, y como el consumo está despenalizado, no se les puede detener. Y yo tampoco soy nadie para decirles nada".
Una furgoneta roja
Vicálvaro. Otro de los barrios periféricos más castigados por el paro y la droga. La plaza de San Antonio de Andrés se ha convertido desde que la peatonalizaron, hace unos años, en el centro de reunión de las litronas, los porros y el trapicheo. Una anciana se dedica a recoger los cascos de botella de cerveza vacíos dejados en los bancos o en el suelo. A pocos metros se encuentra un coche de la Policía Municipal. Todas las tardes llega a la plaza una furgoneta con franjas rojas, perfectamente conocida por los vecinos de las inmediaciones.
Cuando los ocupantes de la furgoneta han terminado su reparto, comienza la peregrinación en busca de un lugar tranquilo. Los jóvenes drogadictos tampoco se van muy lejos. Apenas a 200 metros de la plaza, bajando por una calle estrecha empedrada de adoquines, se llega a la iglesia de la Virgen de la Antigua. En los muros traseros del templo alguien ha escrito con lápiz rojo: "Las drogadictas son unas putas". El suelo que rodea la iglesia está casi cubierto por jeringuillas. Las hay a decenas. Unas con la punta rota, otras pulcramente colocadas en las grietas del muro de ladrillo visto, muchas con sangre seca en su interior.
Los padres han prohibido a sus hijos pequeños pasar por detras de la iglesia o jugar por el descampado. Tienen miedo que puedan coger una hipodérmica por curiosidad y que puedan pincharse. Pero también es el recelo, la aprensión a que sus hijos estén demasiado cerca de un lugar maldito y sucio. Los lugares donde se encuentran jeringuillas en abundancia son siempre reductos degradados, cubiertos de cristales rotos, botes de cerveza, pañuelos de papel manchados de sangre. Que en Vicálvaro ese lugar sea precisamente el muro de la iglesia es algo que solivianta los ánimos de los vecinos del pueblo, sobre todo de los antiguos, que veneran a la Virgen.
Los vecinos ya no denuncian estas cosas a la policía. No saben qué pensar. "¿Cómo es posible que la policía y el Gobierno consientan esto?", es la pregunta que se hacen, sin encontrar nunca una respuesta. Pedro L., farmacéutico, conoce a todos los yonquis de Vicálvaro, y no duda en echar la culpa a lo que él califica como clima de permisividad de la sociedad actual hacia la droga sin olvidar los políticos, que: dice, "por un falso sentido progre, incitan a los jóvenes al consumo". Pedro L. vende entre 50 y 60 jeringuillas diarias, "y no sabe la pena y la vergüenza que me da, porque sé para qué las quieren".
Las imágenes de jóvenes picándose al amparo de un portal, de una tapia, en la calle, se repiten por todo Madrid. Estudios de la Delegación del Gobierno en Madrid estiman en unos 12.000 los adictos a la heroína en la región madrileña. La policía llegó a clausurar el portal del número 7 de la calle de la Ballesta, uno de los picaderos más famosos de un barrio ya tristemente famoso por su nivel de delincuencia. Pero las jeringuillas se encuentran por todas partes. En los descampados del núcleo gitano de la Cruz del Cura, en el distrito de Hortaleza; en cualquier rincón o plaza de San Blas, de Vallecas, de Entrevías, y en los pueblos cercanos a la capital, en los que la droga se ha implantado también sólidamente. A veces, colgado de la aguja, se encuentra también un cuerpo muerto.
Símbolo letal
La hipodérmica, la aguja, la chuta, se ha ganado a pulso su categoría como símbolo. La visión de una jeringuilla en el suelo pone inmediatamente en guardia a quien la observa. Es la señal que indica que ese lugar está relacionado de alguna forma con la droga, y, por extensión, con la dolencia maligna de nuestro tiempo, el SIDA, y la delincuencia. Su utilización como arma intimidante, enarbolada en el atraco callejero, no ha hecho sino incrementar su simbolismo de violencia. Los policías han denunciado el peligro que supone el registro de sospechosos, desde que un agente, al pasar las manos por las ropas del detenido, se clavó la aguja en la palma.
Madres Unidas contra la Droga y otros colectivos que libran una batalla a muerte contra la heroína han adoptado como enseña precisamente la destrucción del símbolo: una jeringuilla rota con furia por la mitad.
A la vuelta de las vacaciones, uno de los primeros trabajos del jardinero del colegio nacional Castilla, en Alcobendas, ha sido limpiar el patio de jeringuillas. "Los jóvenes utilizan el patio para pincharse", relató el director del centro, Ligerio Angulo, "no porque no tengan otros lugares, sino porque les viene bien la fuente del patio para coger agua. Supongo que en verano habrán venido con más tranquilidad, pero lo hacen también cuando hay clases".
Angulo añadió que no es infrecuente que en el horario de clases o en el recreo, algún toxicómano salte la verja y se dirija tranquilamente a la fuente del colegio. "Alguno llegó a pincharse dentro del patio o a lavarse en la fuente sangre que le escurría del brazo. Los niños lo ven y se quedan muy sorprendidos. Lógicamente, es algo que les llama mucho la atención. Luego lo cuentan en sus casas y provocan la alarma en sus familias. A menudo, por las mañanas, se han encontrado jeringuillas, que el jardinero se ocupa de recoger, no sea que algún alumno se pinche. Conocemos padres que han prohibido a sus hijos beber agua de la fuente del patio por temor a que puedan contagiarse de algo".
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