Felipe González y el 'señor X'
La paz veraniega parece haber establecido un paréntesis sobre una cuestión que, desde unos orígenes menores, aunque sórdidos, parece destinada a jugar un papel de primera importancia en la política española., para desgracia de todos: el llamado caso Amedo. No parece que esta cuestión pueda desaparecer súbitamente del escenario nacional. No parece tampoco que nadie gane con su presencia: probablemente la mayoría de los españoles siente una mezcla de desasosiego moral, perplejidad e irritación ante una muestra más de que la vida pública de nuestro país consiste sobre todo en engendrar problemas mucho más que en solucionar los que ya de por sí existen.Sobre el caso Amedo hay pocas certezas y aun éstas más bien tienden a disminuir, pero, por lo menos, podríamos partir de tan sólo una, la de que el presidente del Gobierno ha errado en la forma de plantearlo a la opinión pública. Hasta el momento, su comportamiento ha consistido en reclamar para aquellas personas supuestamente implicadas en un contraterrorismo que es idéntico al que pretenden combatir la presunción de inocencia frente a un supuesto linchamiento moral de la opinión pública o de los medios de comunicación. Se ha mostrado además irritado contra la actitud de quienes, según él, parecen no comprender la necesidad de que el Estado disponga de fondos reservados para la lucha contra la delincuencia, en especial la terrorista. Ha asegurado, en fin, que no se ha demostrado de ninguna manera la responsabilidad de ningún funcionario en ese tipo de acciones contraterroristas y ha añadido además que "no va a haber" ninguna implicación. Todo ello lo ha remachado con un juramento "por su honor" de la veracidad de sus afirmaciones, muy dramático, pero que se queda estrictamente en eso.
Pues bien, esas tres respuestas son otros tantos errores. La presunción de inocencia es algo obvio, pero sería facilitada si se hubiera demostrado por parte del Gobierno una mayor voluntad de esclarecimiento, que ha brillado por su ausencia hasta el momento y que no puede ser sustituida por invocaciones al honor. Si un funcionario se traslada fuera del territorio nacional y gasta dinero a manos llenas, es evidente que hay algo peculiar en su comportamiento, al margen de que sea acusado de otros delitos. Nadie ha discutido la necesidad de fondos reservados, pero esto no tiene que ver en absoluto con una posible utilización de los mismos que sería radicalmente inconstitucional. Por otro lado, es exigible la prontitud en la clarificación de lo sucedido y no promesas respecto de lo que resulte de la misma.
Pero el error fundamental del presidente es considerar que se ve agobiado por unos medios de comunicación y una opinión irresponsables, que parecen no darse cuenta de las objetivas necesidades de la lucha antiterrorista. Este juicio es radicalmente incorrecto. Lo que muchos españoles queremos no es que un funcionario policial, por serlo, sea sometido a una especie de juicio público, intimidatorio y denigrante ni que desaparezcan los fondos reservados ni que el Estado se vea perennemente sometido a interrogatorio o lo sean los que le sirven. Lo que quisiéramos muchos españoles es tener la absoluta convicción, libre de cualquier sombra de sospecha, de que de ningún modo el presidente o alguno de sus colaboradores, en ningún instante y bajo ninguna circunstancia, han resultado ser ese señor X que un juez español ha puesto al frente del terrorismo organizado bajo las siglas GAL. El presidente se equivoca si juzga que queremos encontrar un motivo espurio para deteriorarle a él o a su Gobierno; lo que queremos es todo lo contrario: convencemos de que dice toda la verdad y nada más que ella, pero necesitamos argumentos racionales y clarificación radical. Si el presidente parte de la presunción de inocencia, podría empezar por ejercerla respecto de quienes sólo queremos eso porque padecemos una auténtica angustia moral ante las sucesivas informaciones que nos ha proporcionado la Prensa. Una democracia que hubiera practicado el terrorismo de Estado es un régimen corrompido hasta las raíces en que no merece la pena vivir.
Empieza por corromper a los propios ciudadanos. Frente a lo que pueda pensar el presidente del Gobierno, la verdad es que la demanda de clarificación no es precisamente ni Popular ni cómoda. El presente estado de conciencia nacional consiste en no querer hablar de esta cuestión porque obliga a plantear un juicio moral o, ya en conversaciones privadas, llegar a la conclusión de que algún tipo de terrorismo de Estado es inevitable, como se demuestra porque lo han practicado otros países. Ambas actitudes son rigurosamente inaceptables. En primer lugar, una cuestión como ésta no remite a la política ni es susceptible de un tratamiento exclusivamente político. Al margen de lo que digan los partidos, o incluso la mayoría de los españoles, hay cosas que jamás pueden hacerse: no puede aceptarse que cualquier medio es válido si el fin es óptimo, incluso en el caso de que este último sea la desaparición del terrorismo. Es una cuestión de principio, de las que diferencian a las democracias de las dictaduras; un régimen democrático no es sólo una forma de organizar el poder, sino unos principios morales.
Pero, además, la pretensión de que ese tipo de métodos son inevitables y han sido repetidamente empleados, acompañándoles además, por si fuera poco, el éxito se contradice con la realidad. La guerra sucia o la política puerca han sido utilizadas en otras ocasiones en España: en los años veinte se emplearon en Barcelona para acabar con el terrorismo anarquista, y Franco recurrió a estos procedimientos para liquidar a ETA. Los resultados de esta forma de actuación a la vista están para quien conozca modestamente nuestra historia pasada: por un lado, los atentados anarquistas aumentaron y se creó una red de terrorismo y contraterrorismos que acabó por hacer inviable un Estado liberal; a base de represión, Franco no hizo sino alimentar a la organización terrorista con nuevas reclutas de nuevos militantes cada vez más jóvenes. El ejemplo europeo, por otro lado, no es lo demostrativo que pretende una especie de profesionales de la sabiduría política práctica y de la conciencia de lo que son las supuestas necesidades objetivas del Estado. Ningún Estado europeo occidental democrático ha eliminado al terrorismo por procedimientos de guerra sucia: esas historias de su uso en Alemania Occidental o Francia en una especie de operaciones 007 no corresponden a la realidad y recuerdan demasiado a los argumentos de que se servía Franco para justificar su represión. Quienes acusan a los contrarios a la guerra sucia de ingenuidad no pasan de practicar la política de la cazurrería inmoral e ignorante. Si alguna lección se extrae acerca de cómo las democracias tratan el problema del terrorismo es que quien se sale de los límites que le marca la moralidad de los medios lo paga: el caso de Hernu en Francia bien lo prueba.
La cuestión que se plantea con el caso Amedo no es partidista ni siquiera política, es esencialmente moral, y como tal debiera ser tratada. Hay quien ha visto con preocupación determinados tipos de comportamiento en el partido socialista en el poder. Su muy positivo realismo y pragmatismo en ocasiones se parecen demasiado al oportunismo, y eso puede haberle hecho pensar que se puede sortear con medios de más que dudosa moralidad las situaciones difíciles siempre que el fin sea óptimo. Sus muchos y merecidos votos le han dado un poder hegemónico que inevitablemente le ha hecho considerar la división de poderes como un engorro molesto y no como un requisito imprescindible de la vida democrática. Pero yo creo que el PSOE, sus hombres y sus principios, demostraron en el pasado tener la suficiente capacidad de reflexión moral y de dignidad para enfrentarse con situaciones en las que lo más sencillo hubiera sido cerrar los ojos y taparse los oídos; ahora deben demostrarlas de nuevo porque a ellos les corresponde sobre todo la clarificación de una situación como aquella en la que nos encontramos. En años difíciles, cuando podía parecer una locura enfrentarse a in poder radicalmente inmoral, los socialistas fueron capaces de hacerlo; ahora la exigencia es la misma, aunque pueda ser más dolorosa si se descubren implicaciones que todos desearíamos que ni siquiera hubieran sido imaginables. A la democracia hay que defenderla en sus paredes maestras, en los tejados y en los desagües, pero no se puede hacerla pasar por as alcantarillas.
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