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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fiscal y parte

LA SUSTITUCIÓN de los jueces por los fiscales en la instrucción o investigación previa al juicio oral es una vieja iniciativa del anterior ministro de Justicia, Fernando Ledesma, que el actual, Enrique Múgica, ha asumido sin dedicarle, por lo que parece, la reflexión que el asunto requiere. La sentencia del Tribunal Constitucional de 12 de julio último por la que se permite, en aras de la imparcialidad del juzgador, recusar para el juicio oral a aquellos jueces que hayan realizado la instrucción de la causa, en lugar de servir de acicate para esa meditación, ha provocado que el viejo proyecto aparezca ahora a ojos del Gobierno como panacea contra el riesgo de colapso judicial que la aplicación del fallo del alto tribunal podría provocar.Según afirmó el ministro hace unos días en Santander, la sentencia del Tribunal Constitucional confiere "carácter de absolutamente urgente" al proyectado mayor protagonismo del fiscal. Para Enrique Múgica, "la atribución al ministerio fiscal de la investigación, al menos en aquellos casos en que correspondiendo el fallo al juez su intervención en la fase instructora puede comprometer su imparcialidad", supone "un giro copernicano en nuestra tradición procesal penal" y "una capital innovación". Nada más cierto. Tan radical es la novedad jurídica que esta iniciativa representa que juristas de variada ideología se han llevado las manos a la cabeza ante lo que reconocen como un cambio, pero a peor. Porque mientras que el enjuiciamiento penal mantenga su estructura actual -con una acusación, una defensa y un juez o árbitro- atribuir la preparación del juicio oral al fiscal sería trasladar de lugar los riesgos de parcialidad que el Tribunal Constitucional ha querido evitar con su sentencia. Si ya no va a existir el peligro de que el juez que instruya juzgue, la asunción por el fiscal de la preparación del juicio oral situará al juzgador ante una instrucción que adolecerá de todos los peligros de parcialidad porque su autor es parte en el proceso.

Es cierto que la Constitución sujeta a los fiscales a los principios de legalidad e imparcialidad, pero de ello no cabe deducir consecuencias mágicas. También la Constitución dice de los jueces que son independientes, y eso no ha obstado para que su máximo intérprete haya estimado justa "la prevención que el juez que ha instruido y que debe fallar puede provocar en los justiciables". La argumentación del Tribunal Constitucional sobre los riesgos de que los jueces instruyan y juzguen una causa puede aplicarse con mayor razón a los fiscales que la instruyan.

Por otro lado, mientras el fiscal general del Estado siga siendo nombrado por el Gobierno y subsista en la fiscalía la dependencia jerárquica que la Constitución consagra y el Estatuto del Ministerio Fiscal desarrolla, la subordinación institucional de los fiscales al Ejecutivo tampoco aconseja atribuirles funciones decisonas en relación con la persecución de delitos o con la obtención de las pruebas inculpatorias. Los socialistas, entre otros descubrimientos notables durante su etapa de gobierno, han querido ver en el ministerio fiscal un instrumento capaz de poner coto a las extralimitaciones de un poder judicial que, desde una visión patrimonial del poder, resulta hiriente cuando ejerce funciones de control sobre el Ejecutivo. Esta actitud legitima las sospechas manifestadas desde sectores judiciales progresistas de que, a través de la instrucción por el fiscal, el Gobierno trata de controlar la investigación de determinados delitos.

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El argumento de que la instrucción por el fiscal servirá para dar mayor rapidez a la instrudción de los procesos parece también discutible. La burocratizada infraestructura del ministerio fiscal y la insuficiente dotación personal y material con que cuenta más bien indican que será imposible, sin merma de las necesarias garantías, agilizar por esa vía el anquilosado mecanismo de la justicia.

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