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Tribuna:EL ESTRENO DE 'DIATRIBA DE AMOR CONTRA UN HOMBRE SENTADO'
Tribuna
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La desdicha de ser feliz

Sólo dos butacas estaban vacías la noche del estreno de Diatriba de amor contra un hombre sentado: la de Gabriel García Márquez y la de Raúl Alfonsín. El autor no tuvo el coraje suficiente para afrontar el estreno de su primera obra de teatro en la misma ciudad en la que, 20 años antes, había comenzado su leyenda con la publicación de Cien años de soledad. En cuanto al presidente de la Argentina, su ánimo está un poco decaído por la impopularidad de su Gobierno y por la abrumadora ventaja que el candidato peronista le lleva al radical a sólo 300 días de las elecciones.En cambio, había ministros, intelectuales, periodistas, vedettes y los mismos que siempre merodean los acontecimientos mundanos. Como el teatro Cervantes de Buenos Aires es propiedad del Estado, no hubo políticos de la oposición. Alguien se olvidó de invitarlos, o quizá el ambiente era demasiado formal para arriesgarse a bajas discusiones de campaña electoral.

Las que sí estaban allí eran las mujeres de García Márquez, que habían llegado para protegerlo, para que él mire a través de sus ojos. Su esposa, Mercedes Barcha, había viajado desde México; su agente literaria, Carmen Balcells, llegó desde Barcelona vía Río de Janeiro. Las dos miraban con algo de desconcierto a la otra, la intrusa, la que aseguraba que Gabo había escrito el monólogo para ella y para ninguna otra porque se quedó encandilado el día que la vio actuar en La Habana.

Graciela Dufau tiene unos 45 años, es muy alta, rubia, de ojos claros y ha ganado varios premios por sus excelentes trabajos en el cine y el teatro. El sábado pasado sabía que se jugaba la reputación profesional y el privilegio de ser la. elegida del hombre más exitoso de este continente.

A las once de la noche, cuando se abrió el telón, la Dufau entró en la escena del teatro y empezó a salir de la otra, esa donde brillan, sufridas y fieles, las mujeres de Gabriel García Márquez. El eclipse duró una larga hora y media. Los fotógrafos estaban tirados en el suelo para registrar los primeros instantes del estreno mundial. Todos los enemigos de García Márquez esperaban desde hace años una excusa para saltarle a los ojos y por fin la tuvieron. El psicoanalista Hugo Urquijo, que es también el esposo de Graciela Dufau montó un espectáculo monocorde, aturdido, con una escenografía que antes que un palacio del Caribe sugiere una abandonada estación de ferrocarril. En el original hay letra para un solo personaje, pero en la versión estrenada en Buenos Aires se cuentan 26 figurantes que cruzan el escenario sin ton ni son, llevando pelucas y alcanzando vestidos a la protagonista.

Al final, los aplausos fueron cálidos, pero nadie exageró su entusiasmo. Las damas que abandonaban la sala discutían si la obra es en verdad una diatriba o más bien un canto de amor a un hombre sentado.

Como soy amigo de Gabriel García Márquez, sufrí más que él, porque yo sí estaba allí y había leído el texto unos meses antes, cuando el autor estaba lleno de dudas. Es un bello monólogo, más literario que teatral, un cuento barroco con algunas aristas de melodrama, pero con los suficientes matices como para que se luzca una gran actriz.

Hacía tiempo que Gabo quería escribir una larga diatriba contra sí mismo, pero dicha por una mujer. Al terminar El amor en los tiempos del cólera, repasó el material que había descartado y advirtió que Graciela estaba allí, deambulando a la deriva, como todos los personajes que se caen de una novela y reclaman su lugar en otro espacio para no perderse en el olvido. Es posible, también, que sus bodas de plata con Mercedes estuvieran frescas, o que lo obsesionara la idea de no haber sido un buen esposo, distraído que estaba en el trabajo de construir un nuevo mundo de ficciones, en los inconvenientes de una gloria literaria que será la última que este siglo depare a un escritor viviente.

La última vez que lo ví en La Habana, a fines de 1986, estaba trabajando en la novela sobre Bolívar y tenía otros proyectos que le contaba sólo a su clan, a Mercedes y a Fidel Castro. Deslizó algo sobre una pieza de teatro, pero todavía no se había cruzado con Graciela Dufau y me pareció que iba a descartar el proyecto. Su agente, Carmen Balcells, lo alentaba para que escribiera teatro, ese género en el que casi todos los grandes narradores se rompen el cuello.

A García Márquez le gustan los desafíos. Igual que todo el mundo, les teme, pero los enfrenta como pocos. Ha vivido entre mujeres, empujado por ellas, fascinado por su misterio y entonces las imagina volátiles como Remedios la Bella, sufrientes como la Cándida Eréntira o felices como Fermina Daza.

El más celebrado autor de la lengua castellana descree del diálogo, de la crítica y de los argentinos. Por lo tanto, su apuesta es lo más atrevido que podía hacer a la edad de 60 años. Diatriba de amor contra un hombre sentado es un monólogo de luces y de sombras confiado a una actriz argentina para que lo estrene en esta jaula de fieras que es la decadente Buenos Aires.

Por un momento, sus amigos pensamos que vendría a poner la cara en el estreno. El Gobierno radical, después de su inolvidable desplante a Julio Cortázar, a quien ignoró en diciembre de 1983, estaba ansioso por recibirlo para expiar su culpa. Pero García Márquez es un hombre prudente, que mide los riesgos y administra su fama, aunque suele cometer algunos errores; por ejemplo, el de imaginar que la Argentina puede reconocer éxitos duraderos o virtudes a ciegas.

Hace unos meses, cuando recibí Diatriba en un original de 68 cuartillas, supe que el autor estaba tenso, agitado por la incertidumbre. Quería saber si la pieza era buena y si valía la pena ponerla en escena. Poco después, en Caracas, un omnibus que se le cruzó en el camino estuvo a punto de resolverle las dudas, pero lo tomó con una pizca de humor y bastante ironía.

García Márquez tiene premoniciones, como un vidente, así que es inútil pronosticarle éxito o desgracia: sabe lo que va a venir, o lo intuye y tiene tantas cábalas contra la "pava" (mala suerte) que parece un siciliano. Sin embargo, cuando escribe una novela o un cuento, está tan indefenso y desnudo como el que más.

El trágico texto con que celebra el estallido de una mujer desbaratada por su felicidad sin amor, fue escrito con la sangre todavía caliente de Fermina Daza, la protagonista de El amor en los tiempos del cólera y, se me ocurre, con el estupor de un hombre cercado por su obra gigantesca, por una celebridad que lo ahoga -como a su Bolívar inédito-, en una isla de miel y de silencio.

No obstante, García Márquez, como cualquier otro, vive un susto a cada palabra. Cuando escribe una novela o un cuento, está tan indefenso y desnudo como el más incomprendido de los escritores y el más pobre de los mortales. Al final de cada jornada, me imagino, debe quedarse largo rato mirando la flor amarilla que hay siempre sobre su mesa para convocar a los dioses de la buena fortuna. Es posible que la noche del estreno no haya dormido a la espera de que Carmen Balcells o yo mismo le enviemos un cable de tranquilidad o de condena.

Amor-odio

Yo no pude hacerlo. Hubiera tenido que explicarle que en este país se triunfa sólo una vez y se muere unas cuantas. Que más le hubiera valido estrenar en Madrid, en Roma, o en México, donde todavía existen algunas formas del reconocimiento y la comprensión. Pero no: él se empeñó en que fuera aquí porque supone, tal vez con razón, que si una obra extranjera sale airosa de Buenos Aires puede subir a los escenarios más exigentes del mundo.

Esa relación de amor-odio con esta ciudad le viene de muy lejos. Del Ché y de Cortázar, de las amargas discusiones políticas con los exiliados y también del encuentro con muchos oportunistas que recorren el mundo bajo las majestuosas sombras de Jorge Luis Borges y Carlos Gardel.

Este hombre intenta ahora una proeza sobrehumana: conservar el reconocimiento del público -ya que no de la crítica-, en uno de los países más narcisistas y feroces del mundo.

Como si lo desafiara, García Márquez ha escrito una de las más violentas diatribas que sea capaz de tolerar un hombre que aguarda, impaciente, un juicio que no es el de la historia, sino el de su propia, imaginaria mujer.

Osvaldo Soriano es autor de No habrá más penas ni olvido y A sus plantas rendido un león.

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