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Junto al Duero, otra vez

Oh, sí, yo sé bien cómo se llama ese río verde, casi inmóvil y ensoñador, que se dobla en forma de ballesta bajo mi alto balcón colgado sobre álamos y chopos, acacias y cipreses, movidos hoy por un helado viento que hace casi cambiar al verano su nombre.Cuando apenas había cumplido yo casi 23 años fui a saludarlo, a darle las gracias por su voto a favor de mi libro Marinero en tierra. Pero ya entonces el poeta no se encontraba en Soria, viudo de su joven y bella Leonor, sino por la ciudad y campos de Baeza, no lejos de donde inicia su carrera andaluza el Guadalquivir, el gran río de su infancia sevillana. Pero ¿qué hace usted ahora aquí?, dije a don Antonio al encontrarlo dentro de ese serio y hermoso retrato que conozco del tiempo aquel en que él frecuentaba en Madrid el café Varela. ¿Nos acompañaría usted esta tarde a visitar Calatalazor, en donde el caudillo invencible del califato de Córdoba, Almanzor, pensó que el trueno de su tambor de batalla había enmudecido para siempre?

Allí quedan aún los castillos guerreros como altas muelas despedazadas, mientras un afilado viento helador hace que cerremos los ojos impidiéndonos la visión del valle de la Sangre.

Conoce España, don Antonio, toda su entristecida visión de la Soria de sus melancólicos años juveniles. Le convidamos esta noche a cenar en su propio parador, ya que siempre lo hizo de manera tar, mala y escasa en sus años profesorales. En él hablaremos de Almazain y recordaremos, sobre todo, a Tirso de Molina, enterrado en el convento de la Merced.

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Yo,don Antonio, lo considero, al lado de su hermano Manuel, aquel gran banderillero -que lo era-, el más grande espada, sobrio y casi sombrío, de toda la poesía española. ¿Quién puede afirmar hoy que tú eres "el malo" Y tu hermano Manolo "el bueno"? Del buen poeta y crítico que lo afirmó no puedo ahora decir yo nada de lo que no digo.

Don Antonio durante la cena, una mosca insistente nos husmeó los platos que íbamos comiendo. Una mosca veraniega y casi enloquecida que nos preocupó saltando aquí y allí, des apareciendo y retornando insistente.

Y como yo recuerdo bien el poema que usted las dedicó, pienso en aquella estrofa por si tratara de una de ellas: "Yo sé que os habéis posado / sobre el librote cerrado, / sobre la carta de amor,/ sobre los párpados yertos / de los muertos".

Y, disimuladamente, dejo de comer y le empiezo a hablar de San Polo y de dónde está su corazón, al pie del muro blanco, cerca del Duero, junto al erguildo ciprés.

Ayer, recuerdo ahora -le dije al final de la cena-, pasé por un lugar llamado Villaciervos, viendo que un poco más adelante se leía una indicación que decía: "Villaciervitos". Maftana pensamos ir por allí. Seguramente que don Antonio Machado no lo conoce.

Hoy ha vuelto el calor a Soria, que me invita a salir del Duero al Turia valenciano. Con el escritor ruso llya Ehreriburg, fui a visitarlo a su casa de Rocafort, llena de jazmines y rosales como los que usted había sofiado y nunca había visto desde su infancia sevillana. También estaba rodeado de sus sobrinillos, aquellos que suplicó al 5º Regimiento saliesen todos de Madrid. Y salieron. Y allí estaban, tan felices con usted y su anciaria madre. Cuantas fotografias que hice entonces, don Antonio, se publicaron y se hicieron populares, pero luego no las he Visto más.

Y ahora han aparecido las nubes. Nubes que avanzan en batalla, sobre los bajos montes, confundiéndose con los peque¡los pinos y formando un raro batallón que corre hasta el horizonte, desapareciendo. Amo las nubes y las contemplo siempre y, sobre todo, ahora que mi pierna me obliga tanto a estar sentaido. Las nubes de la bahía de Cádiz, cuando sopla el levante, son liricas y desmelenadas. No recuerdo otras nubes más bravas y bellas. El poeta Baudelaire las nubes exalta en uno de sus poemas en prosa: "Amo las nubes, las nubes maravillosas", dice el protagonista de uno de ellos. Maravillosas son en verdad. Sus formas se presentan infinitas. Ya se aparecen como tremendos animales devoradores, batallas navales sobre azules, negros o blancos inconmensurables que van deshaciéndose hasta parecer archipiélagos de islotes despedazados. También se presentan como tormentosos telones atravesados por largos reflectores blancos que, de repente, se ensombrecen y se estiman otra vez en la noche.

Se ve la Luna atravesando veloz inmensos y destrozados mapas, rotos por océanos que se recomponen de nuevo, devorando a la Luna y sumiendo a la noche en una noche inmensamente oscura en espera sólo del amanecer.

Pero, de súbito, veo el río Duero, una cinta rosada de álarnos despertando, y bajo ella, la sombra solitaria de don Antonio que va caminando, "mal vestido y triste", hacia la ermita de San Saturio.

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