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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El tirón de los precios

LA SUBIDA del 1,3% en el índice de precios al consumo (IPC) de julio pone en entredicho la credibilidad de una de las principales metas de la política económica para el ejercicio en curso. No sólo se hace imposible acabar el año con la tasa prevista del 3%, sino que se complica el escenario socioecoriffinico de los próximos meses así como el diseño de la política para 1989.En siete meses, el IPC se sitúa ya en el 2,9%, mientras que la tasa anual (aumento en los 12 últimos meses) se ha elevado al 4,6%, después de haber conseguido bajar hasta el 3,9% en abril. Hay que recordar que ese 2,9% del período enero-julio coincide con el registrado en igual período de 1987, ejercicio que terminó en el 4,6%, cifra que es toda una referencia. El secretario de Estado de Economía ha admitido la posibilidad de que en septiembre se proceda a una eventual revisión del objetivo para situarlo "entre el 3% y el 3,5%". Parece otra apuesta voluntarista. En 1987, los cinco últimos meses, moderados para el IPC -en parte porque el contexto exterior era entonces favorable-, arrojaron un aumento del 1,7%. Para recuperar la credibilidad, el Ejecutivo tendría que explicar cómo piensa reducir este año las subidas de lo que resta de año hasta un máximo de 0,6 puntos, sobre todo si descarta bajar los combustibles -operación menos fácil que otras veces por la subida del dólar y del petróleo- y si admite que en los principales países se asiste a un rebrote de la inflación.

Recuperar esta credibilidad es, sin embargo, lo más urgente para una concertación social que alivie las tensiones con las que amenaza el próximo otoño. Los sindicatos, a juzgar por sus primeras reacciones, han visto reafirmada su impresión de que el Gobierno está obsesionado por la inflación y es capaz de sacrificar el poder adquisitivo de trabajadores, pensionistas y funcionarios en aras de unos objetivos que luego parece incapaz de cumplir. La cruda realidad es que la inflación subyacente -la que mide las tensiones internas de los costes de producción por el simple expediente de descontar la energía y los alimentos no elaborados- lleva ya un año enquistada en más del 5%. Si no se sacrificaran las rentas de los agricultores y si una coyuntura internacional como la que parece avecinarse llevara a subir el dólar y el petróleo, la subida anual del IPC estaría por encima del 5%, concretamente en el 5,3% registrado en julio.

Por lo demás, la subida de julio indica que en dicho mes hemos tenido la misma inflación subyacente que en junio. Simplemente ha ocurrido que los alimentos no elaborados se han encarecido más del 6% (las frutas, cerca del 25%), después de haber disminuido casi un 4% en la primera mitad de año. En el resto de los precios apenas ha cambiado nada: unos se aceleran (caso de la vivienda y la limpieza) y otros se desaceleran (como el vestido, el calzado y la cultura). Así, el alza del 1,3% se debe menos a la entrada en escena de nuevas tensiones inflacionistas que a un ajuste de cuentas de los productos alimenticios, habitual por estas fechas, aunque ahora haya sido mayor, porque también en meses anteriores la alimentación se comportó mejor que otros años.

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Pero no hay respuestas fáciles, sobre todo ahora que la economía española está embarcada en una creciente internacionalización y en una apuesta por un mercado único europeo que exigirá la convergencia de las políticas de tipo de cambio. Mantener, por ejemplo, revaluada la peseta, para que contribuya a abaratar las importaciones y a encarecer las exportaciones, podría afectar negativamente al nivel de empleo interior. Pero dejar que los precios interiores campen a su aire no tardaría en afectar la competitividad exterior, además de crear tensiones sociales innecesarias y de hacer imposible el citado objetivo de convergencia. Dar de nuevo nienda suelta a la política monetaria, para que reduzca la cantidad de dinero, quizá volvería a situar los tipos de interés en niveles comprometedores para el proceso inversor. Pero inundar de dinero el sistema, para tratar de evitar que se eleve el precio de éste, además de alentar las expectativas inflacionistas, calentaría todavía más una demanda interna cuya expansión siempre entraña el pehgro de echar leña al fuego de los precios.

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