El curso que viene
EL NUEVO ministro de Educación, Javier Solana, se entrevistó, inmediatamente después de su nombra miento, con los representantes de los distintos sectores implicados en el problema de la enseñanza, y no ha dejado de reiterar su voluntad de llegar a acuerdos negociados que impidan la repetición de los conflictos que tan gravemente afectaron el curso pasado a ese servicio público. Sus interlocutores se han felicitado del cambio de talante que creen percibir en la cúpula del ministerio, pero no han dejado de advertir que "juzgarán por los hechos" y que la prueba de fuego será la actitud de Solana ante las retribuciones de los docentes, cuestión pendiente desde finales del curso pasado. La falta de sentido de previsión -y de reflejos- de la Administración y la inmadurez de los sindicatos de enseñantes fueron las principales causas de un conflicto de efectos desastrosos para la enseñanza pública. De que unos y otros sean capaces de obtener las lecciones que se desprenden de aquel desastre depende que septiembre traiga más de lo mismo o el enderezamiento de la situación.El Gobierno se vio sorprendido por una situación que suponía el cuestionamiento de su proyecto reformista en uno de sus puntos más sensibles. La reforma de la enseñanza -su extensión social y territorial y la actualización de los contenidos y métodos docentes- ocupaba, en efecto, un lugar central en el programa de los socialistas. Por ello mismo, su fracaso constituye uno de los principales fiascos de la gestión del Gobierno. La falta de correspondencia entre la importancia política atribuida a la reforma y su reflejo presupuestario fue uno de los motivos del fracaso. El otro fue la incapacidad de la Administración para asociar a su proyecto de reforma a quienes estaban destinados a llevarla a término en primera línea: los maestros. El hecho de que las primeras elecciones sindicales se celebraran en la enseñanza pública ocho años después que en otros sectores, pese a la fuerte tradición asociativa de los enseñantes, contribuyó a acentuar ese desencuentro. Ciertos rasgos psicológicos del equipo ministerial, en exceso convencido de navegar en el sentido de la historia y de la razón, impidieron, por otra parte, rectificar a tiempo la falta de previsión que el conflicto hizo evidente.
Pero no es menor la responsabilidad de los sindicatos, que llevaron al movimiento reivindicativo a un callejón sin salida. Acuciados por los descuentos salariales ocasionados por la huelga, enfrentados con los mismos padres y alumnos que habían sido sus aliados en los inicios del movimiento y conscientes de haber propiciado el descrédito de la escuela pública en beneficio de la privada, los enseñantes volvieron a las aulas, en junio, tan desconcertados como desmoralizados. El rechazo por las asambleas del preacuerdo firmado por la mayoría de los sindicatos indicó, por otra parte, que suscitar expectativas irrealizables a corto plazo, alentando actitudes ultimatistas, sólo conduce a la frustración y a la pérdida de autoridad de los representantes.
Ambas partes se enfrentan al nuevo curso armadas de la experiencia adquirida en el común fracaso. El Gobierno ha adelantado su voluntad de modificar los criterios presupuestarlos en el sentido de reforzar las partidas destinadas a colmar los retrasos acumulados en materia de infraestructuras y aquellos servicios públicos que, como la enseñanza, están hipotecando las posibilidades de modernización de la sociedad española. La reivindicación básica de los enseñantes, su equiparación con otros colectivos de funcionarios, es plenamente coherente con el espíritu de la reforma propugnada por los socialistas en la enseñanza. Pero los sindicatos de enseñantes deben comprender a su vez que un planteamiento basado en el antisindical principio del todo y todo ahora es incompatible con las posibilidades de cualquier Gobierno responsable. Y que el recurso a la huelga en un servicio público como el de la enseñanza y ha de dosificarse con la máxima usura.
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