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Deseo ser protegido

Javier Marías

El desigual combate de los no-fumadores contra los fumadores ya fue librado y ganado por los primeros, como estaba previsto. La victoria no tuvo emoción ni mérito, pues la idea ni siquiera vino de abajo, sino de arriba, y Lo Alto es siempre caballo ganador en estas insignificantes querellas ciudadanas. Lo Alto dicta una ley y eso es todo. Lo que queda después es una esporádica guerrilla, alguna rabieta, conatos de insumisión por parte de los derrotados. No tengo, por tanto, intención de polemizar de nuevo sobre ese asunto, ya concluido.Sin embargo, sí cabe considerar las consecuencias de tal hecho consumado. El paso que dio el gobierno al dictar esas leyes para reprimir y restringir el humo del tabaco ha abierto toda una serie de tentadoras posibilidades, y a mi modo de ver ha puesto al propio gobierno bajo una tremenda obligación que, si no es cumplida, lo señalará para siempre como un Gobierno Cínico v Efectista. No es que eso importe mucho, desde luego, a estas alturas. Pero, con todo, lo señalará.

Por una parte, y como ya se ha comentado abundantemente (con Fernando Savater a la cabeza, y cargado de razón), el deseo Efectista de proteger la salud de los ciudadanos no es motivo suficiente, para inmiscuirse en la libertad de esos ciudadanos respecto a su propia salud. Pero ya que nuestros gobernantes, pese a todo, han resuelto proteger Efectistamente esa salud y la resolución parece ya irrevocable, entonces están en la obligación de proteger la totalidad de la salud, deben proteger toda salud, sin establecer jerarquías entre las diferentes partes u órganos del cuerpo ni, por supuesto, entre la salud física y la salud mental. Por otra parte, el gobierno, con su decisión relativa al tabaco, ha creado una extraña figura (calcada del inglés, como la ley que la posibilita) por la vía negativa, permitiéndose definir a un colectivo por no poseer, no practicar, no ser, no hacer uso de algo o no desarrollar determinada actividad. No fumar ha sido convertido en algo que no sólo imprime carácter, sino que además otorga derechos. Pues bien, si el Gobierno no quiere quedar como un Gobierno Cínico y Efectista por culpa de este hecho consumado, deberá admitir la posibilidad de definir y defender asimismo a tantos colectivos como puedan idearse o formarse a partir de su condición de no-algo. Y todos esos no-algo podrán exigir leyes equivalentes que protejan su salud, si la consideran amenazada. El gobierno debe investigar sobre los demás Grupos Negativos y debe protegerlos igualmente dictando leyes.

Así, en mi calidad de no-conductor y no-dueño de coche deseo, por ejemplo, ser protegido contra los conductores y dueños de coches. No sólo envenenan el aire mucho más de lo que puedan hacerlo todos los cigarrillos juntos de cualquier local cerrado (en uno de esos locales nunca me he contorsionado de asfixia como en plena Gran Vía o Castellana, en un gesto que llegaba a asemejarme físicamente con Quasimodo, el famoso jorobado), sino que es innegable que, pese a su utilidad, los coches resultan perjudiciales para la salud de los ciudadanos en general, que todos los fines de semana mueren como moscas en ellos o arrollados por ellos. (El tabaco también es útil, sin duda alguna, para quien lo fuma, como el coche es útil para quien lo posee.)

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En mi calidad de no-dueño de perro deseo ser protegido contra los dueños de perros y contra los perros mismos. Los primeros, como se sabe, suelen llevar a los segundos atados a una larga correa. El perro tira de esa correa lo más que puede, y el dueño del perro, complaciente y comodón, se lo permite, consiguiendo ambas figuras obstaculizar la totalidad de la acera por la que caminan, sobre la que además tienden la trampa mortal que supone dicha correa extendida a la altura de las rodillas de un viandante. He visto a numerosos transeúntes, apresurados o absortos en sus pensamientos, tropezar con esa trampa mortal y caer al suelo, con claro perjuicio para su salud y el peligro de despertar las iras del perro semi estrangulado, o bien saltar de improviso a la calzada, con el consiguiente riesgo automovilístico. No quiero que esto me ocurra, y menos aún resbalar -sucumbir- al pisar una caca de perro, de las que están pavimentadas pestíferamente las ciudades españolas.

Asimismo deseo ser protegido, en mi calidad de no-tendero o no-dueño de tienda, de los tenderos o dueños de tiendas, quienes, en su afán por prevenirse de la delincuencia, acaban convirtiéndose ellos mismos en delincuentes. Confesaré, de hecho, que ahora mismo son las 5 de la mañana, y que el surgimiento de estas líneas se debe en última instancia al insomnio que una noche sí y esta también me procuran las imperfectas, negligentes y grotescas alarmas de las tiendas cercanas, las cuales se disparan locamente, y en calculada sucesión, durante media hora en los casos más leves. No sólo, por este motivo, la función que se supone que cumplen queda anulada (famás he visto que nadie acuda al oír una de esas alarmas, pues todo el mundo da por descontado que ha saltado sola y que nadie roba), sino que el descanso, los nervios y los oídos de los ciudadanos (todo ello parte de su salud) quedan enormemente dañados. Y no veo ninguna razón para que las leyes protejan (o simulen proteger) mis pulmones y en cambio se nieguen a proteger mis oídos, mis nervios y mi descanso. (¿Y quién es más delincuente, el ladrón que una noche roba una tienda o el egoísta tendero que, para evitárselo, roba cada noche el sueño de sus vecinos? Disculparán ustedes que en estos momentos esté irritadísimo.)

Pero la lista podría ser interminable, y de hecho es interminable si, con buena fe e imparcialidad, como debería hacer el gobierno para ser coherente, se intenta establecer un catálogo de los posibles grupos de no-algos amenazados: los no-consumidores de chicle contra los consumidores de chicle, que dejan sus gomas pegadas por doquier arruinando la ropa de los primeros o causándoles urticarias; los no-portadores de mochila contra los portadores de mochilas, que, inconscientes de su verdadero volumen, golpean brutalmente a aquéllos, llenándolos de cardenales, en los trenes, metros y autobuses; los no-litroneros contra los litroneros, que dejan los suelos sembrados de cascotes descomunales con los que pueden cortarse los primeros o los niños de los primeros; los no-amantes de las plantas contra los amantes de las plantas, que con su afición agravan decisivamente las alergias primaverales de los no-amantes. La lista es, en efecto, interminable. Pero como no dudo de que nuestro gobierno no querrá quedar como un Gobierno Cínico y Meramente Efectista, hay que pensar que esas famosas leyes en favor de los no-fumadores han sido solamente el inicio de una Tarea Ingente cuya meta es la salud total y su base las prohibiciones. A pesar de esto último, creo que debemos felicitarnos por ello, pues en realidad nunca un gobierno está tan mohíno ni se muestra tan severo como cuando carece de una Tarea Ingente e Interminable. Y a tenor de las continuas y satisfechas declaraciones de sus miembros, daba la preocupante impresión de que al nuestro ya empezaban a escasearle.

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