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Santander y su reina

Cada vez que regreso, se me antoja que no me he detenido nunca en ningún sitio, que cualquiera de mis asentamientos en varios lugares, menos verdes o incluso más brumosos, ha sido mero tránsito. Los muertos, que nada tuvieron que ver con esta ciudad y con mis vivencias en ella, están, como diría François Mauriac, "muertos por mucho tiempo". Sin embargo, los otros, que recorrieron estas calles aventadas (y apechugaron con sus bramidos pindios), derechas unas, como si fuesen escalas místicas, y otras sesgadas, porque les tienta el mar de cerca, sólo dejan de estar vivos para entretener mis raras y prudentísimas visitas con reproches. ¿Por qué no hay para ellos memoriales urbanos que hagan justicia a su muerte, esto es, a un vagar impenitente por los mismos, y acaso por desigual fortuna, variados parajes santanderinos?Hay los que derrotan con sus palabras a cuestas, como Gerardo Diego o Carlos Salomón. Si para el primero, poeta de un clasicismo tentativo y cuya efímera desaparición es más reciente, fue Santander su cuna, su palabra, ¿por qué no hay de ser también su tumba verdadera, es decir, un lugar en el cual jamás le permitamos reposar del todo? Es comprensible, muy, pero que muy comprensible, que casi todo el mundo tome por gran dislate que yo proponga, en recuerdo de aquel cardiaco estremecedor, profeta musitante de la brevedad del plazo de su propio destino, Carlos Salomón, se llame a algún recodo o a un espacio no grande del Sardinero, calleja o plazuela de Una muchacha pura. Su poema, en el que este verso se repite como refrán que resume las resignadas frustraciones de una generación entera, bien merece un arrepentimiento general. Los que no sepan a quién me estoy refiriendo (serán, desde luego, muchos) podrían buscar ayuda en la sátira con la que otro poeta nuestro, si no muerto, huido a Francia quizá para siempre, sentenció la fatalidad trágica y trivial de la ciudad: "Santander, nunca pasa nada y cuando pasa, toda la ciudad se abrasa".

¿Qué ocurrirá si muere Julio Maruri, ya que nada ha acaecido por su alborotada ausencia? ¿Arderá, explotará la capital? ¿No sucederá nada, apenas nada? Unas farolas a media luz, no por avería, sino en razón del luto de la madrugada, procurarían un módico homenaje. El mejor, desde ahora mismo, lo constituiría la publicación esmerada de su obra poética completa, que me consta ha entregado Maruri a manos femeninas, cuidadosas.

Hay otra presencia -Henry James dixit- que acosa, sobre todo durante ese sucedáneo de otras estaciones que en Santander es el verano, la península de La Magdalena. Hay en ésta un mirador cuya escalinata se humillaba hasta el flujo y reflujo de las aguas y que no han arrasado precisamente las olas. Esa presencia (este año con ansiedad, si cabe, más tensa todavía, ya que se cumplen las bodas de diamante de la inauguración del palacio del que fuera dueña y señora) vuelve a asomarse, desde el mismo borde, a un mar que duda, por un instante, entre sus colores grises y guiños hondos del zafiro intenso, de los ojos que lo escudriñan. ¿Tendrá que resignarse a morir del todo, en Santander, su majestad la reina Victoria Eugenia? La agobiaba, en su primera vida, el Palacio Real madrileño. Despojó de cualquier solemnidad suntuaria su residencia en La Magdalena. No pudo evitar la patosa torre del homenaje que se añadió, a última hora, al proyecto original de la obra. ¿Por qué, pues, se escapaba del palacio al mirador marino? El balcón de piedra está en un acantilado que se orienta al Noreste. No es difícil percatarse de su significación en el ánimo de la reina, de nacencia británica. Mas sólo don Miguel de Unamuno logró dar a esta observación tan asequible una forma poética de bellísima y desgarrada tristeza.

Lo hizo el rector de Salamanca en agosto de 1934. La isla de Wight, la niñez separada por el canal de La Mancha, de toda guerra, son, en el poema, el refugio perdido de una sangre desangrada, del juego sobre el abismo del rey Alfonso XIII y de los demoledores vendavales republicanos que en ese hondón se cernían. Doña Victoria Eugenia fue entendida por los intelectuales y políticos de la época mejor que don Alfonso. No quiso nunca, sin embargo, entenderse con ellos eficazmente al margen de la voluntad de su regio esposo. Entre los políticos, fue Sánchez Guerra el último depositario de tan fiel decisión indomeñable. Y el exilio aporreaba clamorosamente a todas las puertas de palacio.

Un París del destierro había unido, en la segunda mitad del siglo XIX, la sólida mansedumbre de Pérez Galdós y la desordenada, caediza vitalidad de Isabel I. La emoción santanderina acercó, en 1914, a don Benito y a doña Victoria Eugenia. Así lo cuenta, en El Liberal, Gómez Carrillo, que corrió con la crónica del encuentro en el teatro Español y con ocasión del beneficio para su autor de Celia en los infiernos, entre los reyes y el gran novelista. En la Lausana baja, la señora de Vielle Fontaine llamaba al palacio de La Magdalena "mi casuca". Son el tiempo y el lugar en que la reina agradece entusiasta a Eugenio Vegas que le haya enviado una felicitación oportuna desde Santander, donde habían transcurrido gratísimos y estivales períodos de su vida en el trono.

Ramón Bonifaz, antepasado ilustre de todos los jándalos, se hubiese complacido en doña Victoria si una reina, dentro del territorio de la Corona, pudiese tener su patria chica. Aquél trajo, desde una Sevilla recién conquistada, la Torre del Oro al escudo de Santander. La princesa Ena tuvo de España, cuando aún era una niña, la primera noticia por una tarjeta que su padre, Enrique de Battenberg, le hizo llegar desde Cádiz; la segunda, por un abanico que también su padre le remitió desde Sevilla, y que la reina de España conservó hasta su muerte. Los fríos de los Alcázares hispalenses, a pesar de unos enormes e impotentes braseros, jamás se le olvidaron. Pero recordó siempre el sol, las flores de Sevilla y el calor cordialísimo de sus gentes. Su madrina, Eugenia de Montijo, emperatriz de los franceses, era andaluza. Cuando, en 1920, el primer Barraquer intervino a la emperatriz destronada de cataratas, se dispuso ésta a viajar a Sevilla, donde residió en Las Dueñas con su sobrino el duque de Alba. Le advirtió el médico de los peligros de una luz penetrante. "Nunca me ha hecho daño el sol de Andalucía", repuso la valerosa anciana, que, meses más tarde, expiraría en el palacio de Liria.

En consecuencia, ¿no sería factible disponer, en sitio alto y frente al Noreste, en La Magdalena, un banco en el que se apoyase la efigie estatuarla de la reina o su alusión estilística? (Gerard Noël, en una biograflia meritoria de la reina guapa, publicada hace poco en Argentina, no menciona ni una sola vez a Santander y confunde La Magdalena con el donostiarra Miramar, residencia que fue de doña Cristina, la reina regente.) Los versos de Unamuno podrían inscribirse al dorso de¡ asiento. Celebraríamos así un acercamiento nobílísimo de aquellas dos Españas.

Jesús Aguirre duque de Alba.

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