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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOPOR LA COSTA DE TURQUIA Y LAS ISLAS GRIEGAS / 1
Tribuna
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La púrpura del Egeo

Manuel Vicent

Rodeado de grúas, carretillas, contenedores y turistas con visera, me encuentro en el puerto de El Pireo embarcando para eso que se llama un crucero de placer por la costa de Turquía y las islas griegas. Sobre el programa de mano, éste es el gran sueño de la clase media, un rito que redime a los salchicheros del Mercado Común y a los millonarios guachinangos de ambas Américas, ya que semejante travesía se vende acompañada de dioses, héroes, soles, templos, mares y chicharras de mucho prestigio dentro de una belleza de bote que une la mitología con un bronceado de calidad.Hace unos días, hubo en este lugar un atentado contra un transbordador lleno de pasajeros. El terror aún planea como un grajo por encima de El Pireo. De hecho, todos los cruceros que parten hoy están casi vacíos. El barco en el que voy a navegar también zarpará a medio pasaje. No obstante, grupos de infatigables y osados turistas de pantalón corto, armados con el vídeo, lo abordan simulando la máxima felicidad, aunque, en secreto, unos y otros se vigilan al pie de la escala en el muelle para comprobar que no sube ningún elemento con una bomba envuelta en papel de estraza.

Todas las tragedias son griegas, como se sabe. Estas aguas están hechas a cualquier clase de gloria, y eso significa que la sangre las ha cubierto infinidad de veces, pero hoy ya no existe un Homero que cante los crímenes vulgares con un himno prodigioso. De ser así, no me importaría morir para complacerle. Vivimos una época mediocre, y por mi parte sólo espero que Circe no me convierta en un cerdo durante el viaje. Antes de partir formulo un deseo: que la púrpura del Egeo se deba siempre a la aurora y no al plasma de los inocentes. Éste es un diario de navegación. En él trataré de anotar los sentimientos y visiones que obtenga de la luz y de las tinieblas, de las personas y de los mármoles. Prometo dejar tranquilo a Zeus, aunque no a sus hijos, que fueron tan feroces, tan glotones.

Lo primero que uno hace cuando se embarca es abandonar el equipaje en el camarote y al instante echarse a recorrer cubiertas, salones, bares, puentes y espacios de recreo que la nave ofrece para comprobar sus virtudes. Uno llega hasta la puerta que se abre a las calderas, y entonces se detiene, vuelve sobre los pasos y comienza de nuevo. Todos los pasajeros realizan la misma ceremonia, de modo que esta revista se transforma en un desfile circular, casi obsesivo, que la gente aprovecha para verse la cara, sonreír cortésmente, saludarse con la cabeza, analizarse y atribuirse el papel que cada uno podría representar en la travesía. He aquí a la solterona romántica que saldrá de noche a cubierta para contemplar la luna; a los estentóreos californianos de carcajada metálica; a la familia de ricachones suramericanos compuesta de marido reverencioso, esposa remilgada, hijo adolescente gordo con prematuro reloj de oro e hija mimada llena de lazos. Pasa un grupo de abuelitas decoradas con polvos de arroz dispuestas a subir a la más escarpada ruina, incluida la propia; también se ve al sesentón de talante atlético ya desvencijado que no ha perdido todavía el aire de castigador. Sin duda, aquella señora es la que desprecia al marido y se enamora del guapo oficial. Luego están los niños, las parejas de enamorados, los falsos suicidas que miran demasiado el abismo de agua desde la borda, los que esperan encontrar una aventura de camarote, los demasiado finos, los horteras, los que cuentan chistes y la gente normal que sólo desea pasar unos días con suavidad. Un crucero es corno la vida misma. Uno atraviesa el tiempo y el espacio entre compañeros de expedición que el azar depara. Luego cada uno se agrupa por afinidades selectivas. Por lo que veo, este barco va repleto de almas sencillas, que son consumidores en buen estado dispuestos a ser humillados por los guías, a jugar con un globito, a disfrazarse de pachá, a derribar las tiendas de regalos y a trepar por los templos derruidos bajo un sol de justicia y el sonido de las chicharras. Así son las cosas, y no hay nada más que hablar. Para empezar, a mí me ha dado la bienvenida en el puente un sujeto de cartón piedra con toda la felicidad del mundo encima. Llevaba pantalón blanco, chaqueta azul, botonadura de ancla, dentadura postiza y peluquín. Me ha sonreído con destellos de tigre, me ha saludado oficialmente, me ha deseado buen viaje, y, mientras me hablaba, paralizaba la boca abierta y se echaba aerosol en el gaznate con un fumigador.

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Cuentan que en la antigüedad los navegantes que llegaban a Atenas veían desde alta mar, brillando como una hoguera, la corona de oro de la diosa Palas Atenea sobre el perfil de la Acrópolis. Después de realizar las maniobras de desatraque, entre grúas y contenedores, el barco zarpa de El Pireo, y acodado en la cubierta de popa pienso en aquella imagen de fuego, pero en esta tarde bochornosa de julio la extensión terrosa de Atenas palpita a lo lejos bajo una calima tan sucia que me impide divisar la presencia de un dios ni siquiera dentro de mi alma. Los clásicos tenían un cielo de diamante y en aquel tiempo cualquier lejanía, también la interior, se hallaba siempre cerrada por el resplandor del mármol y de los metales más puros. A pesar de todo, la silueta desmochada de la Acrópolis y el monte Licabetos parecen navegar bajo la pasta del sol dentro del vapor de la ciudad.

Crepúsculo de lujo

El barco se aleja del puerto sobre las aguas en calma, y los perfiles de tierra comienzan a ser mentales o abstractos. Al poco tiempo creo adivinar a babor, allá al fondo, el acantilado del cabo Sunion que sustenta el templo de Poseidón, y a estribor aparecen las lomas oscuras de la isla Kea. Al barco lo siguen las gaviotas, y la brisa espesa que transporta el espíritu de sal produce cierto placer morboso en el corazón, que no es sino el primer escalofrío al final de un día de sudor. Todos los atributos de un crepúsculo de lujo se hallan frente a mí: el sol está cayendo por detrás del Peloponeso, los montes Pentélicos son de humo, la bruma que exhala la invisible Atenas y también la superficie de la mar han adquirido los más acendrados matices del oro, se mantienen así durante un instante en suspensión y luego van decayendo lentamente hacía tonalidades violetas, malvas y toda la variedad del gris, y, mientras esas luces aún permanecen en mi cerebro, de pronto me doy cuenta de que ya navego en la oscuridad. Ahora en el bar está sonando un piano.

Abandono la cubierta y al entrar en el salón principal encuentro a muchos pasajeros disfrazados de elegantes: ellas visten de largo, ellos llevan esmoquin o se han adornado con prendas de marinería muy planchadas. Suena la orquesta. Una pareja de ancianos de Texas baila en la pista con pasos de Fred Astaire aprendidos en una academia. Después, el capitán del barco da la bienvenida, presenta a sus oficiales, invita a una copa de champaña y a renglón seguido comienza la fiesta a bordo. Un hortera de bolera monta un concurso de globos en la sala baile, pero refugiado en mi camarote yo sé que debajo de mí fluye el Egeo. Esta noche el barco pasará entre las islas Euboea y Andros, con la proa rumbo a Lesbos, la patria de Safo, y mientras oigo el rumor de las hélices leo al azar rapsodias de la Odisea: cuando se descubrió la hija de la mañana, la aurora de los rosáceos dedos...

Después de pasar las tinieblas con Ulíses en el cabezal, me he despertado al amanecer, y por el cristal de mi camarote que da a la cubierta de botes cruzan sucesivas figuras en calzones haciendo footing. Son americanos. El sol está saliendo por Anatolia, y enfrente, a babor, tengo la isla de Mitilini, la antigua Lesbos, con todos los perfiles dorados. Desde aquí parece un mineral con manchas verdes y sombras suaves que van cayendo hacia una mar lechosa sobre la cual ha vertido el sol todas las ánforas de vino. Ahí vivió Safo en el siglo VI antes de Cristo. Ahí compuso versos milagrosos. De ellos se conservan cuatro odas y algunos fragmentos de un lirismo deslumbrante. El resto se esfumó, pero el paisaje que había excitado su deseo lésbico permanece intacto.

A las ocho de la mañana, el barco ha tocado un punto de la costa de Turquía. Acaba de fondear en una bahía muy dulce y detrás aparece el puerto de pescadores de Dikili aún dormido. Una barcaza nos traslada al muelle, y a esa hora el pueblo tiene un aire deshabitado, pero en los bares de la explanada ya se ven algunos viejos silenciosos fumando pipas de espuma bajo bigotes como vencejos. Hay que visitar las ruinas de Pérgamo, que se hallan en la cima de un monte 20 kilómetros tierra adentro. El autobús atraviesa por la llanura campos de sésamo y algodón donde las mujeres trabajan en presencia de un varón que las vigila. El autobús comienza a trepar por una ladera polvorienta con cabras y en seguida se ven los acueductos, las calzadas romanas, el teatro de Dionisos, restos de murallas, columnas derribadas, lo que queda del templo de Trajano, del santuario de Atenea. Los baños y el gimnasio. Desde la sombra de una higuera contemplo el altar de Zeus. Como es lógico, Pérgamo fue famoso por sus pergaminos, los cueros curtidos de cabra que sustituyeron a los papiros. Su biblioteca contenía más de 200.000 rollos, con un esplendor que desafió al de Alejandría. Hoy, Pérgarno es célebre por sus garbanzos. Al pie del monte está el Asclepeion, sanatorio donde se inventó la psiquiatría. Sus ruinas se hallan ahora en el interior de un campamento militar, y, mientras me paseo por ellas, unos soldados con carros de combate tratan de tomar una loma desolada. Las chicharras cantan. Corre un ventarrón insoportable y sus rachas calientes son cañonazos.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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