El precio del error
LA ACCIÓN que provocó el pasado domingo el derribo de un avión comercial iraní sobre el Golfo y la muerte de sus 290 ocupantes suscita, además del horror de los primeros momentos, algunas reflexiones más pausadas sobre las circunstancias que han hecho posible la tragedia.Llama sobre todo la atención el error humano que hizo posible la acción. El crucero Vincennes es el buque de guerra más avanzado de que dispone EE UU, y tiene los dispositivos de defensa y ataque más sofisticados deben parecer de ficción científica hasta para el más entendido, es una formidable máquina de guerra. Dispone además del último sistema de radar y de un equipo para interceptar emisiones electrónicas. Puede seguir simultáneamente la evolución de decenas de aviones y buques, determinando instantáneamente su identidad. Por otra parte, el Airbus A-300 iraní que hacía el vuelo regular de Bandar Abas a Dubai llevaba, como todo avión comercial, un emisor automático de señales.
Todo estaba previsto para impedir que se produjera el error. Todo, menos el fallo humano. Porque, a la hora de la verdad, esta complicada máquina de guerra acaba pasando por las manos de un técnico, que es el que maneja el cuadro de mandos y que, como toda persona, está sometido a las flaquezas de la condición humana. A la hora de la verdad, el capitán del Vincennes, cuyas órdenes atrabiliarias ya habían producido incidentes en el pasado, tomó al Airbus de Iranair por un caza F-14 y, tras unos mensajes apresurados, en plena acción de guerra en la que habían intervenido otro buque norteamericano y dos lanchas, dio la orden de disparar y destruir el avión. Tampoco se entiende cómo la torre de control del aeropuerto de Bandar Abas permitió al vuelo 655 pasar por encima de una zona donde en ese momento estaban produciéndose hostilidades. En conclusión, todo ese sistema defensivo u ofensivo propio de siglos ulteriores no es siempre bien manejado por el hombre del siglo XX, que carece de la rapidez de reflejos, de la concentración o de la objetividad de reacciones que son necesarias para utilizarlo sin equivocarse. Y es lícito preguntar para qué sirve una maquinaria espantable que, en manos de personas al borde del ataque de nervios, puede desbocarse incontrolada y poner a la humanidad constantemente al borde de una catástrofe.
Por otro lado, se diría que la presencia de la Armada de EE UU en el Golfo ha servido para exacerbar las tensiones, más que para calmarlas, y que el saldo de sus acciones (unas plataformas petrolíferas abrasadas, algunas lanchas patrulleras hundidas, petroleros a los que debían defender incendiados, una fragata propia mal protegida por descuido y tocada por un misil, y ahora la destrucción de un avión civil) se corresponde mal con su espectacular despliegue de fuerzas.
Ni esa flota ni el apoyo simbólico que le prestan otros países aliados serían necesarios si los Gobiernos del mundo civilizado, sacrificando sus intereses económicos, hubieran dejado de suministrar armas a los contendientes de esa guerra, la de Irak e Irán, que dura ya ocho años. Y resulta significativo subrayar que en una tragedia de la que son víctimas los iraníes, en la que han muerto mujeres, niños y hombres inocentes, las reacciones mundiales no han sido claramente condenatorias de los causantes del drama ni han sido especialmente solidarias con Teherán. La iraní no es la más popular de las causas, pero casi 300 inocentes muertos deberían hacer meditar a los Gobiernos de los países civilizados sobre los horrores de una guerra de la que son víctimas en igual medida cada uno de los pueblos de los bandos en liza.
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