La envidia del Imperio
Lo que pretende este quinto centenario -junto con otros propósitos todavía más indignos y superficiales- es tal vez inventarse a quinientos años de distancia un Imperio Español que, bien mirado, no llegó a existir. Me explicaré: todo espectáculo necesita, para serlo, conseguir credibilidad ante los espectadores; si no es creído por los espectadores, el espectáculo no existe como tal. La tragedia del gran espectáculo, de la gran ópera wagneriana, que hoy muchos querrían que hubiese sido el Imperio Español, es que no pudo llegar a ser creído por los espectadores de su tiempo, porque hubo todo un gallinero abarrotado de reventadores que, desde que se alzó el telón hasta que los alguaciles se vieron obligados a desalojar la sala, no dejaron de patear un solo instante. Con semejante pateo de los reventadores el especátulo perdió toda posible credibilidad y se malogró como un niño nonato. Y así fue como el Imperio Español nunca existió. La secreta amargura de las posteriores generaciones hasta la propia de hoy es que a España nunca le fue reconocido con sincera convicción haber tenido imperio, como sí, en cambio, se le había reconocido antes a Roma y se le reconocería después a Gran Bretaña. Ante ellas los españoles vienen sufriendo silenciosamente una especie de envidia histórica, porque la envidia tiende a proyectar se sobre las cosas menos envidiables. Pero romanos e ingleses acertaron a cuidar sus representaciones imperiales y a seleccionar los espectadores; y así la infamia humana que fueron sus imperios consiguió ser creída y aplaudida como un espectáculo grandioso. ¿Por qué a nosotros -dicen los españoles-, que nos esforzamos tanto como ellos que desencadenamos tanto fu ror, tanto tormento, tanta sangre y tanta muerte como ellos, no nos son concedidos en la Historia Universal análogos honores imperiales? Porque dejasteis -les contestan- que el gallinero se os abarrotase de rufianes, carentes de todo sentimiento de grandeza, renuentes a todo entusiasmo de dominación, insensibles a la sublimidad del sacrificio y el pathos de la sangre; por eso vuestra Gran ópera Imperial acabó redundando en un fracaso estrepitoso. Y aun desde el principio dejasteis que el argumento mismo fuese discutido por esa partida de indocumentados, de perros callejeros, de frailazos comedores de berzas cocidas con ajo y con sal. ¿Cómo queríais que con esa gentuza abarrotando el gallinero saliese adelante el sublime espectáculo histórico que viene a ser toda gran ópera imperial, comprensible tan sólo para espíritus egregios y elevados? Todo lo cual me sugiere que, en lugar de una festiva conmemoración, lo indicado sería, precisamente, resucitar la noble tradición de los reventadores del Imperio Español, hoy tan alicaída, que si los reventadores de obras malas siempre fueron saludables para el teatro, no digamos lo urgentes que serían para la historia, y revolverlos de nuevo no sólo contra el imperio español y los anteriores y siguientes, sino contra la propia Historia Universal.La neutralidad es imposible
Toda conmemoración es, por naturaleza, apologética y, consiguientemente, no neutral, ni, mucho menos, crítica. Conmemorar una cosa comporta aprobarla y hasta glorificarla, y por añadidura que los conmemorantes se identifiquen con los conmemorados por una especie de místicavía transhistórica. Apenas la organización del centenario intentase introducir en él un solo elemento crítico, el público sería el primero que lo rechazaría, argumentando, con entera lógica, que cómo se le invitaba a conmemorar festivamente sucesos que repugnan a la sensibilidad y a la moralidad actuales y vigentes y a identificarse de algún modo con autores de sucesos tales, a él, que mira con escándalo situaciones presentes bastante más benignas, como las que concurren en la Unión Sudafricana.
Lo que no han acertado a per cibir los promotores del indigno festival es que, una vez aceptada la opción estética de la grandeza, se abren de par en par, aun sin quererlo, las puertas a la peor literatura orteguiano-falangista, y a los más detestables ripios fascistoides del propio Antonio Machado, sobre "la España del cincel y de la maza / con esa eterna juventud que se hace / del pasado macizo de la raza". La celebración del quinto centenario reavivará todas las falacias de aquella retórica orteguiana del "proyecto sugestivo de vida en común", como -son, sus palabras- "un proyecto incitador de voluntades, un mañana imaginario capaz de disciplinar el hoy y de orientarlo, a la manera en que el blanco atrae la flecha y tiende el arco", y en el que -sigo citando- "la vaga imagen de tales empresas es una palpitación de horizontes que funde temperamentos antagónicos en un bloque compacto" (hasta aquí Ortega). Pero ninguna de sus euforias estetizantes se vería tan desmentida por una somera lectura de las crónicas antiguas como la de que -vuelvo a citar literalmente- "en la colectividad guerrera quedan los hombres integralmente solidarizados por el honor y la fidelidad, dos normas sublimes". Si algo resalta escandalosamente en las crónicas de Indias es la extrema rareza del caso de dos conquistadores españoles, miembros, supongo, de una colectividad guerrera, que se llevasen bien, que no tuviesen inquinas y querellas entre sí, pues no puedo reconocer como amistades las frecuentes complicidades de interés frente a terceros. Resalta, por eso, como una excepción, la amistad afectuosa, confiada y perdurable que hubo entre Cortés y su capitán Sandoval. Y citaré, al respecto, el comentario que hace Fernández de Oviedo a propósito de una anécdota concreta: "Faltar un hermano a otro" -dice textualmente"en tiempo de necesidad se ve pocas veces, sino en aquestas partes, donde hay poca amistad entre los hombres". Es sorprendente que se siga encareciendo la conquista, donde, por faltar a toda virtud humana, hasta la lealtad de convivencia entre españoles se vio rebajada a sórdidas complicidades de truhanes. Es una lástima, pero incluso al respecto de las dos normas sublimes que Ortega atribuye a la colectividad guerrera, la epopeya española falla lamentablemente, y, a poco que se repasen las crónicas con un mínimo de exigencia y honradez, se verá cómo no puede proporcionar satisfacción alguna ni siquiera a los degustadores de la historia según la estética de la grandeza.
Final
Estos degustadores de grandezas -acaso con la sola excepción del Hegel más genuino y radicalnecesitarían, además, que hubiese, como en toda gran ópera wagneriana, cual la que ellos querrían que hubiese sido la del doblemente presunto Imperio Español, verdaderos protagonistas personales, sujetos libres, dueflos de sí mismos, y auténticos autotes de sus grandes hazañas, no meros agentes ejecutores, mandatarios o hasta puros posesos enajenados de su propio ser, como realmente fueron en uno u otro grado los conquistadores, instrumentos, en fin, de la Historia Universal.
Ira de Dios, azote de vesania y de martirio fue el desatado furor de dominación con que el huracán de la Historia Universal, reactivado por un descubrimiento que desbordó las conciencias de los descubridores tanto como dejó atónitas las de los indios, arrebató a los españoles en la conquista del imperio de ultramar, configurándolo desde el principio como una pura fábrica de sufrimientos y, como tal, renovado sin alivio, y a veces hasta agravado por un aumento de productividad, por el criollaje que se alzó con la herencia de los padres fundadores y que aún se cuida periódicamente de engrasarla aquí y allá como máquina de infelicidad y de injusticia, con arreglo al modelo de cuya construcción los inescrutables designios del Señor de los Ejércitos hicieron ejecutores a los españoles.
Fue uno de los menos simpáticos y más discutibles detractores de la imperial empresa quien, sin embargo más se aproximó a la intuición fundamental. Tiene razón Menéndez Pidal cuando lo acusa -como en su tiempo lo habían acusado algunos- de que su pretendido amor hacia los indios era mucho menor y menos evidente que su odio hacia los españoles.
El aborrecimiento por los españoles era, intuitivamente, aborrecimiento por la Historia Universal, supuesto que eran los españoles quienes, en su triunfante papel de ejecutores del furor de predominio, aparecían como la encarnación visible que ostentaba su representación. "Las Casas" -dice Menéndez Pidal quisiera deshacer la historia universal, como quiere que se deshaga y vuelva atrás la historia indiana de España". Don Ramón se refiere aquí a la circunstancia de que Las Casas, sobre la falsilla de la aborrecida conquista hispana de Ultramar, no reparase en revolver sus iras contra el imperio Romano y el Alejandrino.
En efecto, Bartolomé de Las Casas estuvo a un paso de que su intuición alcanzase el concepto que le correspondía, pero las concretas atrocidades de los españoles singulares fueron los árboles que no le dejaron ver el bosque, y éstos los particulares sujetos empíricos que retuvieron su intuición en los umbrales mismos del universal real: el principio de dominación en cuanto mal sin malos.
Mas no por eso sería justo dejar de hacerles el honor de aborrecerlos, tratándose, así, como si hubiesen sido los sujetos libres, dueños de sí mismos, que habrían podido ser, precisamente con la intención póstuma, y aun en cierta manera paradójica, de redimirlos de no haberlo sido. Para Castilla del Oro, que, además del Darién y Panamá, incluyó hasta 1524 la posterior gobernación de Santa Marta y hasta 1532 la de Cartagena, Fernández de Oviedo estima, desde 1514 hasta 1542, una despoblación de, dos millones de indios, entre matados por los españoles y deportados como esclavos, cifra indudablemente exagerada, como todas las que redondean en varios ceros, pero en modo alguno inverosímil para un lapso de 28 años. Sea. como fuere, y a tenor de lo dicho más arriba, creo obligado citar uno de los párrafos finales de su relato de los hechos de Castilla del Oro, de los que ha sido durante no pocos años testigo de vista.
Después de enjuiciar, uno por uno, a los 45 capitanes que ha conocido allí, se detiene en los seis personajes principales: el gobernador Pedrarias Dávila, el obispo Juan de Quevedo, el alcalde mayor, licenciado Gaspar de Espinosa, y los tres cargos clásicos de la Administración española: tesorero Alonso de la Puente, contador Diego Márquez y factor Juan de Tavira, para añadir después literalmente: "Pero no quiero ni soy de parecer que se cargue toda la culpa a los seis que he dicho, ni tampoco absuelvo a los particulares soldados, que como verdaderos manigoldos o buchines o verdugos o sayones o ministros de Satanás, más enconadas espadas e armas han usado que son los dientes e ánimos de los tigres e lobos, con diferenciadas e innumerables e crueles muertes que han perpetrado tan incontables como las estrellas...".
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