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SIDA y 'apartheid'

La gente ya no bromea con el SIDA. Es tan siniestra esta nueva plaga, que sólo a los enfermos o seropositivos se les puede admitir hoy -si les queda humor para ello- hacer un chiste o soltar una ocurrencia sobre el tema. Hace apenas tres o cuatro años no era así. Quizá la inflexión en cuanto a la actitud general' se produjo, al menos en nuestro país, a raíz del caso Rock Hudson, en el verano de 1985. Su nombre sonó por entonces como una gran campanada entre gritos y susurros; su rostro, arrasado y estupefacto, aparecido poco antes de morir en los periódicos y telediarios del mundo entero quedará ya para siempre asociado en la memoria de todos a ese mal inmisericorde que se nos ha echado encima como la guinda luctuosa de la crisis: el signo más palmario, si no del apocalipsis con el que astrólogos y videntes nos amenazan para el año 2000, al menos del fin de una época esperanzada -así empezamos a verla ahora- de liberación y de utopía. ¿Quién puede asegurar hoy que no hayan sido esos años sesenta y primeros setenta el canto del cisne de nuestra civilización?Pero, incluso en aquellos días, antes y después de la muerte del célebre actor, los que por no pertenecer a los denominados grupos de riesgo no se sentían directamente amenazados por el maldito síndrome se permitían. aún, si no recuerdo mal, ciertos comentarios de dudoso gusto. "Lo peor quizá no sea la amenaza de la enfermedad y las restricciones del miedo", nos confesaban, en cambio, por aquellas fechas los homosexuales, "sino el retroceso profundo que todo ello implica. ¡Habíamos luchado durante tanto tiempo para que se nos reconociera el derecho a la existencia! Y, cuando casi lo habíamos logrado, el SIDA nos pone de nuevo en la picota o nos coloca el sambenito". Pero, ¡ay!; hoy sí es ya lo peor "la amenaza de la enfermedad y las restricciones del miedo", y no sólo entre homosexuales. Hoy la cosa parece que ya va en serio para todos.

Y ¡se acabó lo que se daba!, qué duda cabe. Toda la movida erótica, toda la libertad sexual (homo y hetero) de los años sesenta-setenta, ya en retroceso por diversas razones en las actuales sociedades conservadoras de Estados Unidos y Europa, se está yendo al garete. Es el principio del fin. El panorama empieza a teñirse cada vez más con colores de mal agüero. La crisis que se eterniza, la carrera de armamentos que apenas acaba de permitirse una tregua, poco más que un gesto entre las dos grandes potencias; la polución y el crecimiento desmesurado de la humanidad, la intolerancia y el fanatismo que se recrudecen en tantas partes del globo, y ahora... ¡el SIDA! Malos tiempos para los optimistas juramentados. Como en la novela de Albert Camus, son ya demasiadas ratas muertas. No quiero sacar voz de profeta, pero tengo para mí, por éste y otros anuncios del cielo o del infierno, que no sólo no estamos a punto de salir de la crisis, sino que es precisamente ahora cuando parece que empieza a sacudirnos a fondo.

Nada debe extrañarnos, pues, que la extrema derecha, siempre al acecho -como otro eterno retrovirus- en la médula misma de las sociedades que se consideran privilegiadas, y probablemente -como una quinta columna del espíritu- en el corazón de todos sus miembros, esto es, de cada uno de nosotros, empiece ya a clamar por la defensa del bien común, de la salud pública, y a pedir el dépistage sistemático, a sugerir la conveniencia de que se aísle a los "sidaïques", con neologismo del ultra francés Le Pen que remite a hebraïques, judaïques y otros "apestados" de épocas históricamente no tan lejanas e ideológicamente tan próximas para este celta y bretón de pura cepa. En oposición a esta actitud fascistizante, somos muchos los que rechazamos de modo decidido, y por obvias razones, cualquier tipo de control sistemático. Una posición más matizada sería la de los que sostienen, como últimamente Laurent Joffrin en el diario Libération, que las pruebas de detección obligatorias no tienen por qué suponer necesariamente un atentado a las libertades. Se argumenta desde este punto de vista que es posible concebir un control sistemático en instituciones como la escuela o el ejército, con el objeto no de organizar el aislamiento de los enfermos con una concepción policiaca de la medicina -como pretende la extrema derecha-, sino sencillamente de informar al seropositivo de su estado para que obre en consecuencia con respecto a sí mismo y a los demás.

¿Es esto deseable hoy por hoy, teniendo en cuenta que no existe tratamiento específico de la enfermedad y que la detección del virus en los llamados portadores sanos sólo puede interesar verdaderamente desde la perspectiva de la protección de terceros? Nos parece, cuando menos, muy peligroso. A la larga, más peligroso sin duda para la humanidad que una mínima mayor propagación de la epidemia en proporción con un mayor número de portadores inconscientes. En todo caso, no debe perderse nunca de vista que la lucha contra el contagio ha de ser, por el momento, responsabilidad de todos, sanos y enfermos, seropositivos y seronegativos, portadores conscientes o posibles. Otra cosa sería, y en esto estamos más de acuerdo con el columnista de Libératión, sí se llegara a encontrar un remedio eficaz contra la enfermedad o una vacuna contra su propagación. No se trata, pues, por nuestra parte, de hacer un tabú absoluto de un eventual control sistemático, sino de oponernos a él radicalmente, en el estado actual de la propagación del SIDA.

En este sentido, hemos de confesar que las cosas no pueden verse hoy con mucho optimismo, y tampoco cabe adoptar respecto a ellas la política del avestruz. Al hablar así no pienso sólo en la nueva peste como enfermedad o pandemia; pienso también en ella como síntoma o signo, de las catástrofes cíclicas que tantas veces han diezmado -y más bien tenemos razones para pensar que han de seguir haciéndolo- a la especie humana. Y no sería mala cosa tener siempre presente este punto de vista: que no somos más que eso, tina especie. Ni los dioses ni los astros están incondicionalmente a nuestro favor. Sólo con nuestras propias manos podemos encauzar en parte nuestro destino y moderar el eterno horror de la lucha por la vida, la cruel ley de la selección natural de la que no somos excepción, sino más bien presa suculenta e innumerable.

De todas formas -aunque en esto tiendo personalmente a ser más optimista que otros y quiero creer que la ciencia médica ha de encontrar pronto un arma eficaz contra un enemigo que ya tiene perfectamente ubicado e identificado-, habrá que hacerse a la idea de que, mientras el remedio y la vacuna llegan y no llegan, muchas cosas van a cambiar radicalmente, si no han cambiado ya, en nuestra vida cotidiana y en nuestro punto de vista por culpa del temible virus. Con relación a estos cambios de actitud, estemos vigilantes. Se nos puede colar de rondón algún mal pensamiento fascistoide y, si empezamos a dejarnos dominar por el miedo irracional, ¿quién puede asegurarnos que nuestros propios gobiernos democráticos no acaben por adoptar medidas drásticas de cuarentena o apartheid como ya propugnan los grupos y líderes políticos más reaccionarios, desde el citado Le Pen en Francia al socialeristiano Strauss en la República Federal de Alemania?

Ojalá que no todo nos resulte al fín -a los hijos de la segunda mitad del siglo- como un desquiciado y penoso viaje de ida y vuelta.

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