Esta vez, en el Golfo
CUANDO EL 1 de septiembre de 1983 un avión de pasajeros surcoreano fue derribado en aguas del Pacífico norte por cazas soviéticos se produjo una honda conmoción en el mundo entero, y lo que había sido un terrible y criminal error de identificación por parte de la defensa aérea de la URSS mereció la más dura y justificada condena. Ayer, un suceso de características dramáticamente similares ocurrió en aguas del golfo Pérsico. Un buque de guerra norteamericano confundió, según la hipótesis más verosímil, un aerobús iraní con 290 personas a bordo con un aparato de guerra que se acercaba amenazadoramente hacia la embarcación. Uno o dos de los misiles disparados convertían minutos después el error en tragedia al derribar el aerobús y causar la muerte de pasaje y tripulación.Y, sin embargo, ésta era una tragedia anunciada desde que en julio de 1987 Estados Unidos amplió el teatro de las operaciones militares desplazando a esas aguas una poderosa flota de guerra con la misión de proteger inicialmente los mercantes kuwaitíes que así lo habían solicitado y, posteriormente, a todos los navíos neutrales contra los ataques de los beligerantes; en la práctica, eso quería decir contra las fuerzas aéreas y navales iraníes, a las que se acusaba, al menos en un principio, con pruebas suficientes de haber minado aquellas aguas.
La decisión norteamericana se interpretó universalmente como un medio de presionar a Irán en momentos en que la iniciativa militar en la guerra contra Irak se hallaba visiblemente en manos de Teherán. La preocupación que una eventual victoria iraní producía no sólo entre los regímenes árabes de la zona, sino en medios occidentales, daba lugar a una intervención militar de Estados Unidos en el conflicto, aunque lo fuera por la vía de la protección a la navegación pacífica en el Golfo. El distanciamiento de la medida que adoptaron otros países occidentales quedó probado por el hecho de que los restantes contingentes navales enviados a la zona por Estados miembros de la OTAN se limitaran casi exclusivamente al barrido de minas, sin que fueran en ningún momento atacados por las fuerzas iraníes.
La política de presencia militar norteamericana en el Golfo carecía entonces, como ahora, de otro gran designio estratégico que el apuntado, aunque increíblemente fuera compatible con el suministro anterior de material militar a Teherán, como se supo al airearse el escándalo Irangate en noviembre de 1986. Es ésa la enorme insensatez a la que hay que atribuir la tragedia del aerobús iraní derribado, como a la puesta en práctica de la política de la cañonera sin consideración a sus consecuencias, no sólo en lo que respecta a las vidas civiles perdidas, con ser ya eso suficiente, sino a la inconsciencia con la que se bordea la generalización del conflicto. Ya el 18 de abril pasado un enfrentamiento aeronaval entre Irán y Estados Unidos se saldó con el hundimiento de varios buques de guerra de Teherán, y otro tanto ha ocurrido en este nuevo desbordamiento de la acción militar, que en modo alguno puede darse ya por contenida.
La circunstancia de que Irán se encuentre en un momento particularmente difícil del conflicto, con Irak a la ofensiva en los frentes terrestres, y de que el nuevo jefe militar de Teherán, el presidente del Parlamento, Hachemi Rafsanyani, trate de reorganizar el esfuerzo de guerra en medio de lo que aparentemente es una lucha por la eventual sucesión de Jomeini hacen que la respuesta militar o política de Irán sea impredecible. Y todo ello no hace sino añadir leña al fuego de una crisis con la que no se puede jugar.
El trágico error de la Marina norteamericana subraya, por otra parte, la necesidad de un verdadero esfuerzo de paz internacional para sofocar las llamas del Golfo, y no de una actitud beligerante que, si obedecía fundamentalmente en julio pasado a razones de política interior norteamericana, en estos momentos, con la presidencia de Reagan en su fase terminal, ya no responde a nada. Hasta ahí llega la insensatez de esta tragedia.
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