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J. F. S., en la generación de los cincuenta

El escritor Jesús Fernández Santos falleció en Madrid el pasado día 2. Era uno de los fundadores de la generación literaria de los años cincuenta. Otro de los representantes de este grupo, el escritor José Luis Castillo-Puche, recuerda en estas líneas al autor desaparecido y reflexiona sobre la generación que les unió.

He tenido que dejar pasar algunos días para poder escribir con cierta serenidad sobre Jesús Fernández Santos en este triste momento de su desaparición, porque Jesús fue siempre el compañero entrañable y el mejor amigo entre los compañeros, desde aquellos años en que nos reuníamos como una piña, más que como una peña, en el café Gijón, años de orfandad, de vacío, sobre todo de censura, de opresión, de impotencia. En aquellas condiciones de páramo literario, nuestro grupo, que fue sin duda el núcleo inicial de lo que ya hoy se llama generación de los cincuenta o del medio siglo, lograría una rara cohesión y sobre todo una identidad para la historia, debido seguramente a que nos unía la indefensión, la persecución, la enorme dificultad para conseguir sacar nuestras obras con los menores cortes posibles, siempre bajo la amenaza del enorme lápiz rojo de la dictadura. Sólo ahora nos damos cuenta de que estábamos inaugurando en torno a aquellos veladores de mármol la literatura de posguerra, una literatura que prácticamente surgía de la tabula rasa que había dejado la contienda, exiliados y dispersos la mayor parte de los escritores. No había maestros, no había apenas comunicación con el exterior, si no eran algunas lecturas clandestinas y algunos libros prohibidos adquiridos en las trastiendas de librerías amigas; no había sobre todo estímulo alguno para la creación, pero una vez más se demostró que la creación surge sobre cualquier montón de cenizas. La desaparición ahora de Fernández Santos nos mueve a reflexionar sobre aquellos años, ya que Jesús y yo inauguramos con nuestras primeras novelas la producción del grupo, Jesús con Los bravos y yo con Con la muerte al hombro, las dos en 1954.Aquellas mesas del café Gijón -que ahora dicen que pudiera desaparecer, y sería una gran pena- ni al lado de la ventana ni al lado del espejo, dos cosas de las que huíamos, presenciaron nuestras reuniones interminables, nuestras discusiones y hasta peleas, aunque las peleas solían protagonizarlas autores de otra generación y otros grupos, por ejemplo Camilo y Zunzunegui. Nuestro grupo, en cambio, los que empezamos a escribir en los cincuenta, era un grupo bastante unido y, aunque cada uno fuera hijo de sus intenciones y padre de sus obras, éramos bastante solidarios. Nos sentíamos todos bajo el imperio de las circunstancias adversas, siempre alertados por cualquier preanuncio de libertad, por cualquier grito profético o posibilista, como fue La historia de una escalera, de Buero Vallejo, en 1949, o las obras de algunos poetas, como Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso; Lázaro calla (1949), de Celaya; Quinta del 42 (1953), de José Hierro; obras y autores, actitudes y testimonios que constituían para nosotros como un vislumbre de esperanza. Aldecoa, Sastre, Sánchez Ferlosio y Carmina Martín Gaite, Jesús, Medardo, Rodríguez Méndez, Luis Delgado Benavente -algunos han dejado de escribir hace tiempo- y en unos años estuvo también Ana María Matute, que justamente había obtenido el Premio Café Gijón en 1952 y que vivió en Madrid durante algún tiempo con su enloquecido marido, Ramón Eugenio. Éramos sin quererlo, y por supuesto sin saberlo, una generación bien definida y a estas alturas de la perspectiva histórica se perfila perfectamente identificada.

Punto de referencia y piedra de toque fue también la Revista Española, de Rodríguez Mohino, quien nos traspasó momentáneamente al Lyon. El grupo funcionó, aunque con estéticas muy distintas, pero con una solidaridad generacional admirable y también inevitable, como se demostró en actitudes y mensajes posteriores en las reuniones de Santander, de Formentor, y en las famosas Jornadas Literarias que nos llevaban borreguilmente por La Mancha o por tierras de Castilla y hasta a las islas Canarias. Por supuesto que otros autores pueden ser considerados de la generación de los cincuenta; pero no pertenecieron a este grupo o cogollo inicial. Nos unía un mismo modo de sentir la realidad española, la misma conciencia crítica, la actitud reformista, la necesidad de burlar la censura y de soliviantar en lo posible el ambiente cultural adormecido y acallado, aunque cada cual soñara con su revolución, su anarquía o su paraíso escondido. La desaparición de Jesús hace más patente, más relevante y más significativa la existencia de aquel grupo. Cuando en el año 1969 -yo estaba entonces fuera de España- desapareció Aldecoa, otro de los asiduos, no había todavía esta conciencia de grupo ni se pensaba en que un día sería identificado como una generación.

Jesús fue siempre el amigo de todos, no participó jamás en polémicas, no tuvo fobias ni enemigos. Su temperamento sereno, un tanto socarrón, le hizo permanecer no solamente el más asiduo de la tertulia sino también el más fiel al café Gijón, por ejemplo hasta el punto de que, ya enfermo, pero mientras pudo salir de casa, se le podía ver todas las tardes por allí, en renovadas y hasta nuevas peñas. Si la generación y el grupo pierden con Jesús a un excelente narrador, personalmente perdemos mucho más, perdemos a un amigo y un compañero con el que siempre hemos mantenido amistad y respeto mutuo, incluso después de la desdichada aventura de la Real Academia Española.

Arte narrativo

Su arte como narrador consistía fundamentalmente en la pasión contenida y la rebeldía dominada. Su estilo, sin hacer caso de modas ni de vanguardias, se mantuvo siempre fiel a la máxima perfección y a una sencillez clásica, sin estridencias, pero con tajante afirmación en cada obra de unos cánones estéticos muy personales. Con un mundo imaginativo interiorizante y de gran fuerza plástica, y con experiencias muy reducidas, Jesús nos deja una obra imperecedera y que habrá que admirar y estudiar mientras exista la novelística española. Ácrata sin caos, inconformista sin iras, fue un autor tenaz y ascético en el trabajo de su prosa, e incluso cuando rozó linderos escabrosos o revolucionarios supo hacerlo con un decoro y una transparencia ejemplares, sin manosear las figuras, sin manipular las ideas, sin descomponer la prosa, siempre lúcido, incontaminado, clásico, en una palabra. Ni siquiera su pasión por el celuloide, que le apartó por algún tiempo de la novela, fue suficiente para alterar ni la senda ni la visión poética y humana de temas y recreaciones. Fue tan fiel y leal a su mensaje de artista puro e independiente que ni siquiera el clamor editorial, cuando le llegó, fue capaz de torcer su puntero de maestro imperturbable, delicado y perfeccionista. La sensibilidad exquisita que aplicaba a la novela se mostró también claramente en su dedicación al cine y la televisión, sobre todo en el magnífico documental sobre Goya, expresión poco corriente de un artista que rendía sin pose culto intelectual a una sociedad sin gamberrismos, sin reclamos ideológicos, sin fanatismos, sin exclusiones, lo cual le confiere entre todos los escritores de su tiempo esa estampa ponderada, comprensiva, absolutamente liberal, en cierto modo solitaria. Y ya hemos dicho la palabra, Jesús fue un solitario, todo escritor lo es, pero Jesús, a pesar de las apariencias, fue un espíritu solitario, tímido -en nuestras excursiones de jóvenes, con nuestros hijos, nos asustaba a todos su pasión por la velocidad, propia de todos los tímidos-, y con ciertas inhibiciones que acaso hicieron su obra un tanto hermética y siempre delicada. Se mantuvo siempre ajeno a avatares y cambios, siempre cordial, cauteloso, irónico y escéptico ante todo y ante todos. Nunca perdió el humor, aunque le tocaron amarguras, como a todos, pero supo mantener siempre limpia su observación escrutadora sobre la corteza desagradable de la realidad de nuestro tiempo y mantuvo también como ninguno una ética insobornable y una estética siempre ascendente.

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