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Roma 'sketchs'

"Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, / y en Roma mismo a Roma no la hallas", había dicho el poeta en su profético soneto, en uno de sus más visionarios y sonoros exabruptos. Y en efecto, no hay quien encuentre a Roma, y menos que nunca en esta primavera, exultante primavera del sorpasso. Tan oculta se halla que si el Ente Nazionale del Turismo, o como se llame, fuera un organismo honesto no dejaría de advertir en todas las agencias de viajes, en las fronteras y aduanas, en los aeropuertos, carreteras y estaciones de ferrocarril, en cualquier punto -en fin- obligado para el paso del viajero, que Roma no está a la vista; que, como antaño los alimentos de las tabernas durante el verano, está dentro, tanto por el calor como por su conservación, como cualquiera sabe por qué causa. Y que si el peregrino -además de hacer turismo barato- quiere en verdad visitarla debe abstenerse por el momento hasta nuevo aviso. La columna Trajana, la columna de Marco Aurello, la columna de la Inmaculada -en la plaza de España-, se hallan cubiertas por los andamios, las lonas y las bandas de plástico, detrás de los cuales se está lle vando a cabo el proceso de su restauración y limpieza; pero tras esas provisionales coberturas no se percibe el zumbido de la actividad, ni se ve a nadie, ni por los bajos de los monumentos fluye la lechada lustral. Se asegura que están en proceso de restauración, pero bien pudiera ser -por el largo período que llevan tapados y por la silenciosa, casi secreta y fantasmal, actividad con que se ejecuta la labor- que estuvieran en proceso de sustitución los originales, hábilmente despiezados, camino de su clandestino emplazamiento en un desierto árabe o australiano; las réplicas, en espera de ocupar el puesto que usurparán. Porque igualmente se hallan tapados por los andamios el arco de Constantino, el palacio de San Marcos, la Villa Borghese.

En cambio no está tapada la estatua ecuestre de Marco Aurelio, en la meseta del Campidoglio. Sencillamente se ha ido. Se asegura que está en un taller a cubierto, en proceso de restauración, pero sospecho que se trata tan sólo de una mentira piadosa para ocultar el sonrojo que produce al romano la fuga de su más noble emperador. Se debió ir una noche, aprovechando sus sombras y la lenidad de la policía municipal, a paso lento y sin provocar el menor escándalo, harto de dominar y saludar con su generoso y escéptico gesto el mercadillo de chucherías, de insolentes y menudos intereses, de ruines ofertas y tentaciones en que se ha convertido lo que fuera otrora el centro del imperio. Se ha ido para no volver. Volverá el sosias, la réplica, una igualmente ecuestre y pacífica estatua educada en el taller para soportar la presencia y la amistad del turista de mochila y camiseta y su simbiótico socio: el vendedor de postales, de helados, de pizzas, de gorras, de modelos de plástico.

Una valla de aluminio rodea todo el recinto de la Villa Borghese. Una valla pensada para hacer creer al visitante que allí se está construyendo una estación de metro y disuadirle de entrar. Tan sólo a la segunda vuelta se advierte una bien disimulada puerta formada por cuatro tablones y un minúsculo letrero propio para la letrina de una obra- que da acceso a una incomprensible pasarela que sobrevuela el jardín. Y una vez en la villa, el visitante se entera de que tan sólo la primera planta es accesible, porque la segunda, dedicada a la pintura, está cerrada, en proceso de restauración. Así que, teniendo que renunciar a la contemplación de las piezas que había anotado en su agenda -El amor mundano, de Tiziano; el San Juan de Bronzino, la Madonna de Cosimo y tantos otros-, se tiene que conformar con esa especie de muestrario de sala de subastas que constituye la primera planta, a regodearse con el aparato erótico con que Canova trató de disimular el aire de farmacéutica de Paulina Bonaparte o con el criterio involucionista con que Bernini fue transformando los dedos de los pies de Dafne en raíces de laurel.

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En el número 18 del Corso, si no recuerdo mal, existe una lápida colocada en 1872 que dice sencillamente: "In questa casa irnmaginò e scrisse cose immortali Volfango Goethe". Tal ciudad para tal hombre. Entre inmortales está el juego. Pero debo reconocer que lo de Volfango no me parece mal.

En cambio, el Vittoriano está que no cabe más; cada día más blanco, más llamativo, más deslumbrante y más grande. Yo creo que, como decía Alfonso Buñuel de la basílica del Pilar, cada año crece un poco, y eso que no tiene el Ebro a sus pies, y acabará un día por ocupar toda Roma. A ese monstruo no hay hombre que lo andamie, lo tape, lo gunite o lo blanquee. Un paseo por el centro de Roma en una mañana despejada de junio es como una noche de interrogatorios en la Lubianka en los años de las purgas. En cuanto uno se descuida se le mete el foco de luz en los ojos, con la particularidad de que allá donde mire allá hay foco. Así pues, casi todos los turistas inadvertidos padecen de conjuntivitis, y los astutos romanos -tan ávidos de la lira como los gusanos de la hoja- han sembrado los alrededores del Vittoriano con tenderetes de gafas oscuras de ínfima calidad, como si en todo momento estuviera a punto de producirse el eclipse. ¿No hay por ahí un artista, Kristo de nombre (un posible redentor de la ceguera), que se dedica a cubrir monumentos? ¿Pues a qué está esperando? ¿O a qué espera la municipalidad romana para asfaltar el famoso altar que, seguro estoy de ello, con un color ala de cuervo devolvería a la ciudad el tono sepulcral que nunca debió perder?

Por doquier en Roma se percibe la organización. Lo mismo que en Madrid salta a la vista la improvisación, en Roma la organización está en todas partes; en los lugares más inocentes como en los más sacros. En los gestos más banales, en los oficios más humildes. Se limpia uno las botas y se ve que hay una organización detrás. El taxi, una organización. La policía, una organización debajo de otra organización. El helado, dos organizaciones: la del helado, propiamente dicha y la del cucurucho. La trattoria, tres organizaciones. La Iglesia romana, ¿cuántas organizaciones -superpuestas, antagónicas, arborescentes, telescópicas, paralelas, secantes- no esconderá la Iglesia romana? Y luego está la organización de las organizaciones; y la organización contra la organización de las organizaciones; y más allá todavía... el lector ya me entiende.

"Huyó lo que era firme; solamente / lo fugitivo permanece y dura", así concluyó su lamento romano el poeta del siglo XVII. "Lo fugitivo de la justicia", cabría añadir en el día de hoy.

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