La pasión y el interés
El debate sobre el tráfico de influencias de los políticos es en realidad una discusión sobre la relación entre la ética y la política, según el autor de este artículo. De acuerdo con su criterio, una característica de la democracia es la de saber establecer un adecuado contrapeso entre los intereses y las pasiones.
A finales del siglo XVIII, en el debate constituyente norteamericano, Hamilton afirmaba que un hombre avariento que llega a ocupar un cargo público, al reflexionar sobre el momento en que irremediablemente deberá renunciar a sus emolumentos, puede sentir la tentación, no fácilmente resistible, de aprovecharse de su cargo mientras dure y recurrir sin escrúpulos a los procedimientos más corruptos para obtener una cosecha tan abundante como efímera. En cambio, es probable que el mismo hombre, contemplando una perspectiva diferente, se contentara con los privilegios regulares de su situación, siendo capaz de arriesgarse a resistir las consecuencias de un abuso de sus oportunidades.La cita tiene plena vigencia en la España de hoy. En efecto, estamos viviendo un debate sobre la relación entre la ética y la política que conviene situar en sus justos términos. Una característica básica de la democracia es precisamente la de saber establecer un adecuado contrapeso entre los intereses y las pasiones, gracias a un sistema de controles y equilibrios que tengan un valor disuasorio para los seres humanos que formamos la sociedad. Y ello partiendo de que somos falibles, es decir, susceptibles de caer en la tentación de meter la mano en el cajón del pan, por decirlo en román paladino, y no seres perfectos.
La regulación de los comportamientos políticos, el autocontrol de los intereses y de las pasiones, es, por tanto, una pieza esencial de la democracia. No es, por ello, extraño que este: debate se haya ido abriendo camino en España en paralelo con la construcción democrática actual. Ello no significa ignorar que ha habido precedentes en nuestro país, que han coincidido con las etapas progresistas de nuestra atormentada y bamboleante historia política. En cualquier caso, quien no se preocupó por este tipo de normas fue la dictadura; en ella, por definición, el crítico era marginado, silenciado y postergado, cuando no eliminado. Al mismo tiempo, el poder por definición estaba patrimonializado. En su dimensión actual, el debate ha ido avanzando en esta vía en los últimos años de la democracia; entre 1977 y 1982, los socialistas fuimos especialmente activos en el Parlamento a la hora de plantear batallas que afortunadamente han tenido éxito y forman parte de nuestras costumbres políticas. Así se han ido, afirmando principios como el de las incompatibilidades para los funcionarios y el registro de intereses para los parlamentarios, el de un regulación adecuada de las cesantías de los ex ministros o el establecimiento de un Tribunal de Cuentas autónomo del poder ejecutivo.
La UCD
Aunque ello generó, en su momento, indudables tensiones, hoy en día estos principios se han consolidado y ya nadie se atreve a defender frontalmente corruptelas y prácticas inaceptables que eran la norma hace no más de una década en España. Creo que merece la pena recordar que en estos debates nos enfrentamos en principio con la entonces mayoritaria UCD, que, aunque no llevó la iniciativa, supo comprender la necesidad de este proceso y lo apoyó activamente. Lo que está claro es que en esta etapa no contamos en absoluto con el apoyo de AP.
Pero el sentido de este artículo no es el de hacer una exégesis del pasado, sino tratar de abrir caminos de futuro. Desde 1982, el partido en el que milito está en el Gobierno de la nación y ha ocupado cargos de gestión de manera muy mayoritaria en los ámbitos autonómicos y municipales, y el desarrollo del sistema de incompatibilidades fue una de las prioridades del Gobierno, con innegables costes. Yo mismo he podido constatar mis ideas con la práctica vivida, y me puedo ratificar en lo que decía en el debate de los Presupuestos de 1981 acerca de los cambios de la pensión vitalicia de ex ministros por una indemnización de ceses. Desde entonces hasta hoy he expuesto mi situación patrimonial y de incompatibilidades ante el Congreso y el Parlamento Europeo.
Quizá la distancia me permita opinar con más libertad ante el debate de la Comisión de Tráfico de Influencias. Sobre sus objetivos, me parece loable y necesario regular la actuación de los grupos privados en su relación con los parlamentarios y los cargos públicos en general. Eso sí, partiendo de la legitimidad de la relación entre los ciudadanos y sus representantes, no de la imputación sospechosa que parte de la presunción de culpabilidad e invierte la carga de la prueba obligando a demostrar una inocencia imposible. Con ello se sigue el viejo proverbio de "calumnia, calumnia, que algo queda...".
Porque el objetivo del trabajo a realizar tiene sentido si se refiere a la regulación de las conductas con un criterio de transparencia, partiendo de que la influencia es algo presente en todas las relaciones humanas, tanto en el ámbito público como en el privado. En este terreno hay supuestos clásicos y tipificados del tráfico de influencias inherentes a la vida en sociedad, desde el asedio afectivo a la persona adorada hasta el regalo inesperado. Como tampoco son ilegítimas las llamadas telefónicas, las peticiones de entrevista al parlamentario, al ministro o al alcalde. Es el ejercicio del lobbying, es decir, el hacer pasillos o antesala.
Sus resultados se pueden ver en el debate de cualquier texto legislativo y, en su caso, en la frase oportunamente introducida en un decreto o en una orden. Cuando se ven las enmiendas a un proyecto de Presupuestos o a un impuesto o a la regulación de los precios agrícolas -sea en el Parlamento español, sea en el europeo- no hacen falta profundas investigaciones para saber a quién se apoya o defiende. Por ello es conveniente regular el tráfico de influencias, porque hay que regular los comportamientos humanos, no siempre puros y altruistas. Es como manejar mercancías peligrosas: hay que actuar con cuidado. El Parlamento puede hacer un trabajo importante y positivo en la necesaria regulación de los intereses y el control de las pasiones.
Sin embargo, mucho me temo que no se haya escogido el mejor camino. Hay que recordar que los posibles comportamientos delictivos en que pueden incurrir los responsables públicos están tipificados en el Código Penal (la malversación de fondos, el cohecho, el agio, la prevaricación ... ) y que en nuestro sistema democrático existe un poder judicial independiente, amén de un Tribunal de Cuentas autónomo con respecto al Ejecutivo.
Por ello no tiene sentido crear un seudotribunal popular que cortocircuite a la jurisdicción ordinaria sobre la base de acumular carpetas de fotocopias de los más variopintos documentos (que no serían admitidos a trámite en un juzgado de instrucción) para sembrar la sospecha y la duda sistemática.
Autocontrol
Es más útil y positivo que sigamos una línea de comportamiento que, admitiendo el carácter falible y apasionado del ser humano, trate de perfeccionar los controles necesarios para que su acción sea transparente. Y esta reivindicación de¡ carácter necesariamente ético de la acción pública creo que debe establecerse sobre la base de la transparencia y del autocontrol tanto entre los responsables políticos directos como entre todos aquellos que tienen una responsabilidad pública, sean magistrados, funcionarios o profesionales de la Prensa.
La creación de un clima de presunción generalizada en contra de una fuerza política o un Gobierno es un flaco servicio a la consolidación de las instituciones. Como votante de la ley de Amnistía de 1977, creo que no es bueno volver a sacar el pasado político y económico de muchos hombres públicos que empezaron su carrera con la dictadura. Ahora bien, resulta paradójico que una derecha amnésica de sus propios comportamientos insista siempre en criticar el eslogan socialista de los "100 años de honradez y firmeza". En un doble sentido: ya que no sabemos, por una parte, cuál ha sido el eslogan de nuestra derecha durante 90 años en relación con la honradez y la firmeza, y por otra porque parece que se establece una doble moral, con una obligación diferencial para los socialistas a la hora de ser honrados. La última ratio de este argumento es la de concluir: "Ya veis, con lo que presumían... también son como nosotros".
No me parece bueno el hacer de esta labor, necesaria para la profundización y la vértebración democratica, una pelea de patio. No pienso tampoco que sea necesario, por fidelidad política a un carné o a una causa, salir fiador o presentarse como avalista de los cientos de miles de decisiones que pueden adoptar cada día o a lo largo del año decenas de miles de responsables públicos. Cuando, en su momento, me he encontrado ejerciendo una función en virtud de la cual tenía conocimiento de hechos que eran susceptibles; de una valoración crítica o de un posible enjuiciamiento, he dado conocimiento de ellos a quien podía corresponder: Intervención General, Fiscalía o Trilbunal de Cuentas. Y ello dentro del comportamiento ex¡gente y de vigilancia continua que debe tener todo responsable público, pero siempre aprovechando y potenciando las instituciones democráticas.
Si conseguimos dar este paso haremos un buen servicio a un sistema democrático que es aún joven en nuestro país y necesita consolidación. Un primer criterio es precisamente que no nos ciegue la pasión partidaria para considerar que los intereses de cada uno o del grupo justifican un ataque indiscriminado a las instituciones. Lo importante es que éstas tengan mecianismos para refrenar las pasiones y moderar los intereses en las mujeres y hombres quie en ellas participamos.
, ex ministro de Transportes, es eurodiputado socialista y vicepresidente del Parlamento Europeo.
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