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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un baño de emociones fuertes

En el vestíbulo se olían perfumes secos, y el diseño se paseaba en forma de vestidos con firma. Abundaba lo negro y lo joven, que ahora es como decir lo mismo. Había también restos generacionales del naufragio de los 60, con su pop multicolor, chaquetas chillonas en cuerpos de 40 recién estrenados. En medio de ese paisaje post-moderno, de lúgubre estética, resaltaba la ironía naútica de la chaqueta de Pau Riba.De pronto, el estrépito de una bocina dio la voz de alarma. Se abrieron las puertas y la gente penetró en Tier Mon. Sonaba una música seca, un ritmo primitivo, y un rasgueo de guitarra roto, que cuatro torres de sonido esparcían entre el público.

En dos cadalsos, situados frente a frente, a ambos lados de la sala, dos cuerpos grotescos, con las piernas cortadas por sobre de las rodillas. El uno se movía con muletas de pirata, el otro estaba suspendido de dos cables. Los dos cojos se miran, se desafían como dos feroces animales enjaulados. De pronto aparecen las furas, con un ímpetu tremendo. Los bárbaros se abren paso con sus ruidosos carromatos. La gente corre de un lado a otro, consiguen esquivar a uno, pero otro que viene por detrás casi les atropella. La música crece, y ahoga los gritos de la concurrencia.

Tier Mon

La Fura dels Baus. Mercat de les Flors, Barcelona. 10 de junio.

Seis salvajes arrastran sus carros por entre la muchedumbre desconcertada. Chocan entre ellos, se provocan, se retan, se enzarzan en una lucha animal. El público se mantiene a una distancia prudencial, deambula confundido, con la mirada vigilante, para que los carros de la avalancha no se les caigan encima.

Mientras, los aguerridos actores se distribuyen en dos bandos, junto a cada jefe cojo. Se parapetan en su castillo, se arman con unos desmesurados fusiles de aire comprimido, y empieza la batalla. Con sus morteros, disparan obuses de harina nuclear. En cinco minutos, el aire y el suelo quedan tensamente enharinados. Finalmente, hay una pausa en el combate, y las furas insisten con sus carros, comandados por un jefe que conduce un pequeño tractor. En sus carros, los salvajes llevan un palmo de sopa, de galets, que pronto esparcen por el suelo. Y entonces, la música calla unos instantes, y ante el asombro de nuestro oído, despierta una inesperada música interpretada involuntariamente por la muchedumbre. El público se mueve y va pisando esa alfombra de galets que revientan bajo los zapatos.

De pronto, los contendientes aparecen colgados de seis altas horcas. Parecen como muertos. Al poco rato, empiezan a mear arena, o harina, y se contorsionan con gestos convulsivos. Un olor cortante, de un dulzón picante, molesto, cruza la nave en todas direcciones, invade las narices del público. Finalmente, descuelgan a los muertos, y cubiertos con un grueso abrigo de lana, se los llevan en un carro.

De nuevo, a cada resucitado les asignan un carro, y a las órdenes de un domador, se dirigen a otra plataforma. Colocan los seis carros en vertical, uno junto a otro, como una hilera de jaulas. Los seis prisioneros, o mejor, los seis animales, son encerrados en cada uno de esas diminutas cajas. Las seis bestias protestan, reclaman su rancho. Por fin, el rudo vigilante les hecha un cubo de una asquerosa papilla.

Termina el espectáculo. La máquina empieza a dar vueltas, y el artilugio parece una de esas norias de burro ciego que saca agua del pozo.

El espectáculo, con su furor teatral, con su estampa miserable, con su inenarrable bestialidad, consigue desconcertar, inquietar, emocionar. Si acaso, falta conseguir mayor coherencia dramática, una mejor fluidez entre escena y escena, porque ese ritmo trepidante del inicio, luego se descompone, y las escenas quedan algo desencajadas.

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