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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La destrucción de Colombia

COLOMBIA ATRAVIESA uno de los más dramáticos períodos de su historia. Tanto que no resulta exagerado afirmar que es su existencia misma como Estado -es decir, como organización civil sometida a unas normas comunes de convivencia- la que está siendo puesta en cuestión por la violencia en una atmósfera de impunidad y creciente descomposición social. Y sin embargo, se trata de un país potencialmente rico, con mayor tradición democrática que muchos de sus vecinos y más culto que la mayoría de ellos. Esa crisis tiene cuatro raíces, que, como una incontrolable rosa de los vientos, van llevando al país a un paroxismo autodestructor.En primer lugar, Colombia no acaba de luchar eficazmente contra su pobreza, especialmente contra la pobreza rural. Hay en esta situación un pecado original: hace lustros que los Gobiernos de Bogotá aplicaron una teoría de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) según la cual. era prioritario mantener baratos los precios de los alimentos baratos para una población deprimida. La consecuencia fue agravar la de capitalización del campo y la crisis del campesinado. En segundo lugar, la manipulación, a partir de los años cincuenta, de la miseria campesina por parte de grupos de extrema izquierda creó una dinámica de violencia en la que acabaron embarcándose sectores muy heterogéneos de la población, desde demócratas radicales hasta semidelincuentes.

El tercer elemento que interviene en la crisis colombiana es la presencia de una extrema derecha muy fortalecida, como consecuencia del pánico general al comunismo impulsado por EE UU en toda Latinoamérica y por la desaparición de la autoridad del Estado en amplios sectores del país. En Urabá, por ejemplo, una región originariamente rica en su economía agrícola, la extrema derecha ha montado su propio ejército para defenderse del asalto guerrillero, en ausencia de una defensa estatal. Finalmente está la droga, otro poder paralelo que forma, con la guerrilla y la extrema derecha, el triángulo de la violencia ilegítima. En ocasiones, dos de esos poderes se unen contra el tercero, y con frecuencia todos ellos contra el Estado legítimo. Se trata, en definitiva, de uno de los dos ejemplos -el otro sería Líbano- que podrían hoy aducirse para ilustrar lo que Hobbes llamó "estado de naturaleza"; es decir, la situación anterior al pacto de civilización por el que los ciudadanos aceptan renunciar a la violencia privada en aras de la convivencia.

Frente a estos elementos perturbadores, los sucesivos Gobiernos colombianos han cometido dos errores históricos. Por una parte, no se dieron cuenta, a finales de la década de los setenta, de lo que significaba el problema de la cocaína. Creyeron que se trataba simplemente de un nuevo boom de la marihuana y que se acabaría, como se había acabado éste, cuando otros países empezaran a producir droga masivamente. Por otra parte, el establishment político se desentendió del problema político y social que había tras la guerrilla, delegando el asunto en las exclusivas manos del Ejército. Éste aceptó mal los intentos, bienintencionados pero algo ingenuos, del presidente Betancur de negociar directamente con la guerrilla, lo que agravó la sensación de incoherencia del poder estatal. Los frágiles acuerdos se quedaron en papel mojado después de que ex guerrilleros reinsertados comenzaran a ser asesinados por fuerzas paramilitares o directamente por el Ejército.

Frente a todos estos elementos de desestabilización actúa un Gobierno extremadamente débil que parece incapaz de garantizar la vida de los ciudadanos y de controlar al Ejército. Lo paradójico es que, pese a ello, las enormes potencialidades económicas del país se manifiestan en un crecimiento que el año pasado alcanzó una tasa del 5,5%. Colombia es, por lo demás, el tercer exportador de crudo del continente y uno de los pocos países del área que no han tenido que renegociar su deuda. El actual presidente, Virgilio Barco, ha comprendido que esa bonanza económica debe servir para erradicar la pobreza, única esperanza de futuro para Colombia. Los países democráticos del mundo occidental tienen la obligación de ayudar a Colombia en esta lucha por su supervivencia. Tienen el deber de comprender que se trata de una democracia peleando por su existencia.

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