Una apuesta judicial
LA ASOCIACIÓN Jueces para la Democracia ha concluido su tercer congreso en medio de una aparente contradicción. Por una parte, ha evitado por mayoría que el congreso acusase al Gobierno y al Parlamento de pasividad en la defensa de los principios constitucionales y al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) de medrosidad en sus relaciones con el Ejecu tivo y el Legislativo, y por otra, ha aupado a la secretaría de la organización a miembros destacados del sector más proclive a la crítica de los poderes públicos. Una y otra decisión, sin embargo, no son tan opuestas como aparentan a primera vista. Más que el contenido de tales críticas, lo que ha impugnado el congreso de los jueces progresistas ha sido el cauce escogido para lanzarlas: el informe de gestión del secretariado, documento más propio, en todo caso, para la autocrítica interna que para la crítica externa. Harían mal, por tanto, los destinatarios de tales críticas en considerarlas como no existentes por una simple cuestión de forma.Ha sido precisamente la actitud crítica de los jueces españoles, y muy particularmente de los que militan en Jueces para la Democracia, la que ha hecho posible que en apenas tres meses se haya pasado de la amenaza de huelga al diálogo institucional para resolver los gravísimos problemas que inciden en la baja calidad de la función jurisdiccional, deteriorada en estos últimos años bajo el ingente peso de los sumarios y expedientes que se acumulan en juzgados y tribunales. Casi el mismo número de jueces de hace 20 años tiene que hacer frente en 1988 a por lo menos 15 veces más asuntos, lo que da una idea de las deplorables condiciones en que ejercen su función quienes tienen que decidir sobre cuestiones tan graves como la libertad y la seguridad de las personas o sobre sus garantías procesales. Ello explica, al menos en parte, que las denuncias sobre el mal funcionamiento de la Administración de justicia sigan ocupando el primer lugar en la memoria del Defensor del Pueblo correspondiente a 1987.
La reunión prevista para el próximo día 15 entre el presidente del Gobierno, Felipe González, y el titular del Consejo General de Poder Judicial, Antonio Hernández Gil, es el resultado de esta iniciativa de la base judicial, que apuesta por la vía institucional para resolver los problemas de la justicia en vez de por la del enfrentamiento entre poderes del Estado. Pero este contacto -si se quiere aprovechar al máximo- debería significar también el reconocimiento inequívoco por parte del Ejecutivo del papel constitucional del órgano de gobierno del Poder Judicial.
En realidad, la corta historia de este órgano democrático de nueva planta ha discurrido entre el recelo y la suspicacia por parte del poder político. El resultado ha sido el progresivo vaciamiento de sus competencias hasta el punto de que hoy ha quedado reducido a una rimbombante denominación. Ni el dinero que su mantenimiento cuesta a los contribuyentes ni su valioso papel como garante de la independencia de los jueces frente al expansionismo del poder político y administrativo justifican que su existencia apenas haya traspasado el texto constitucional.
La naturaleza de los problemas de la justicia y la dimensión no exclusivamente funcionarial de los jueces exigen la aceptación sin reticencias de este mecanismo institucional, si quieren evitarse enfrentamientos de imprevisibles consecuencias entre poderes del Estado. No está claro, sin embargo, que esta actitud haya calado en la mayoría gubernamental socialista a tenor de las preguntas planteadas ayer por sus parlamentarios a Antonio Hernández Gil, tendentes más bien al hostigamiento gratuito de los jueces que a indagar sobre las auténticas causas del actual colapso judicial.
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