A los toros cuando llueve
"En los toros, sol y moscas", pide el tópico. Lo del sol, qué duda cabe, es más que pertinente, aunque, como veremos, no imprescindible. Lo de las inoscas se me hace invento de Manuel Vicent, porque no conozco lugar en el mundo menos visitado por las moscas que un tendido.En la fiesta se suman las contradicciones hasta elaborar su original coherencia, y la climatología no puede quedar al margen. Es cierto que lo fundamental es que no haya viento, no hace falta explicar por qué, y es conveniente que luzca el sol; pero no deja de ser curioso que, al menos en Madrid y en mis recuerdos, buena parte de mis mayores emociones no están vinculadas a ese perfecto día de toros que exigen los cánones, sino, muy por el contrario, a las inclemencilas de la lluvia y al tronar de los cielos. También es verdad que no hay recuerdos más inciertos aunque seguros de su verdad que los del aficionado, porque al aficionado no le importan tanto la exactitud de las fechas ni de los acontecimientos como la credibilidad del relato que su memoria ha almacenado pára alimento de su afición. Así, por ejemplo, la lluvia ha presidido estos últimos años los días de corrida que más he esperado.
Una oreja tras la tromba
Antonio Chenel, Antoñete, llevaba barro en la cara la tarde que cortó las orejas a un toro manchado y coletero de Garzón; habíamos esperado casi tres cuartos de hora para que escampase y se diese comienzo al festejo.
El año anterior, un toro de la, misma ganadería pisó a Antoñete, y con el siguiente que le correspondía cortó Curro una oreja; aún suenan en mis oídos las palmas de Jerez con las que el público animaba a ios toreros, Curro y Rafael de Paula, precavidos después de una tromba de agua. que obligó a suspender la corrida durante media hora.
Aún siento los escalofríos que nos sobrecogían cuando Curro Romero, rodeado de peones y de gentes de la plaza, salía por la puerta de cuadrillas al tercio, clavaba la punta de la zapatilla en la arena, examinaba parsimonioso el barro que se le arrebujaba en el pie y movía desanimado la cabeza en un no, no, no que casi nos mata.
Y el 7 de julio de 1985, cuando Antoñete y Curro Romero casí nos vuelven locos, sufrimos desde la mañana la amenaza del agua y llegamos a la plaza acompañados de una llovizna suave y oscura que felizmente cesó.
Por último, en el festival por las víctimas del Nevado del Ruiz también cayó un diluvio, y además justo en el momento en que Chenel rompió el silencio de la plaza con el estallido provocado por el estoque al golpear la muleta para iniciar en el natural a un toro remiso respondiéndole desde los cielos un estallido más hondo y más bronco, el de un oportuno trueno.
Es verdad que no gusta la lluvia en los toros, ni gusta uno de verse rodeado de paraguas y de plásticos, ni de andar todo el día con esa zozofra de no sa ber si volverá a casa empapado y hablando del tiempo o muy mojado y sin conciencia de llevar tanta agua encirna, pero lo cierto es que el toreo de algu nos toreros devuelve a la lluvia su caudal de bendición.
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