Reflexiones catalanas
LA CAMPAÑA electoral autonómica en Cataluña ha resultado bastante corta, apacible y casi insulsa, si se exceptúa la sintomática polémica por el desvío de subvenciones de la Generalitat a la organización independentista Crida a la Solidaritat. Se ha echado en falta un debate serio sobre los grandes conflictos sociales del momento, sobre la viabilidad de la propuesta federalista, sobre la efectividad del estatuto, sobre la funcionalidad del marco del Estado de las autonomías. La discusión entre los políticos ha quedado reducida a una competición de devociones patrióticas sazonada de menudencias sectoriales.Pero tal vez la búsqueda de explicaciones a esa atonía sea el mejor motivo de reflexión para este día a ella dedicada. La clave del asunto parece radicar en la existencia de un Gobierno autónomo que apenas gobierna, una oposición que a duras penas oposita y, como telón de fondo, un esquema de financiación que propicia la irresponsabilidad. El Gabinete que encabeza Pujol desde hace ocho años sigue rehuyendo su responsabilidad a la hora de dar cuentas fehacientes a la ciudadanía de sus compromisos y de ser consecuente con el ámbito competencial propio. Los conflictos suscitados en sectores sobre los que la Generalitat ostenta competencias (la enseñanza, la sanidad), ya sean exclusivas o compartidas, han sido soslayados y endosados a otros niveles de la Administración. Los buenos resultados en otros terrenos sobre los que su participación ha sido colateral -como la reconversión industrial o el despegue económico- han sido capitalizados sin empacho como éxitos propios.
Esta Generalitat se ha presentado ante el electorado catalán como si fuera una Administración gratuita, como un especie de intermediario ante instancias superiores que desaparece en el momento de tensión y, en ocasiones, como una oficina repartidora de subvenciones cuyos recursos había obtenido del cielo. Este espejismo apenas ha sido cuestionado en la campaña.
Otro gran milagro de la escena política catalana es que la oposición ha dimitido prácticamente de su función específicamente opositora. Entre los viejos complejos, sólo en parte superados, con que cargan los socialistas desde la época de la armonización autonómica y la tibieza de los liderazgos alternativos, los partidos que no forman parte de la mayoría han demostrado más conformismo que voluntad de disputar su hegemonía al pujolismo.
Pero por debajo de las competencias o incompetencias se encuentra el fatal mecanismo implícito en el actual sistema de financiación: la posibilidad de gastar sin recaudar. Este mecanismo es dramáticamente perverso. Permite que el Gobierno central -independientemente de su color político en cada momento- sea quien envíe a los jóvenes al servicio militar, recaude impuestos y fustigue con más o menos saña a los defraudadores, y que los Gobiernos autónomos -no sólo el catalán- inauguren piscinas, escuelas y variantes de carreteras.
Desde esta lógica tiene sentido que precisamente los aspectos más críticos de la Administración nacionalista conservadora hayan sido los relativos al dinero público: la alegría en las subvenciones y la inanidad en su control, los enormes costes financieros (Cataluña es ahora mismo la más endeudada de las 17 comunidades autónomas) y la aparición de escándalos bochornosos -como el del director general encargado de las ayudas para combatir la pobreza que simultanea ilegalmente su cargo y sueldo con el cobro de la pensión de jubilación- son muestras de una incuria considerable. Pero la gravedad de la misma no es suficientemente percibida por la ciudadanía. ¿Por qué? Porque no considera que estos recursos sean dinero propio, sino que se arañan de un presupuesto de goma, supuestamente extensible, por la vía política de echar un pulso con Madrid. Hasta que los ciudadanos de las comunidades autónomas no se consideren contribuyentes de las mismas no se acabará la perversidad del sistema.
Para lograr esta conciencia no sería necesario reformar la Constitución o el estatuto, sino simplemente el concepto por el que las autonomías ingresan la mayor parte de sus recursos y que en los impresos del impuesto sobre la renta, por ejemplo, figure un porcentaje y una cantidad absoluta que constituya la contribución a la respectiva Administración autónoma. Un planteamiento de este tipo exige del Gobierno del Estado enfrentarse a no pocas resistencias administrativas de tipo centralista. Pero no avanzar en el sentido citado equivale a apostar por la extensión a las 17 autonomías, a más corto o más largo plazo, del esquema de Gobiernos irresponsables y de tensiones hacendísticas que acabarán colapsando la elaboración de los presupuestos, por definición agotables. Lo que haría seguramente inviable la misma idea del Estado. Y, en consecuencia, también del Estado de las autonomías.
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