La culpabilidad de las instituciones
Propongo a don Luis Martín Santos que consideremos la conveniencia de dejar de aburrir al personal con el asunto de los puentes: no convirtamos a éste en un pons asinorum desde el que rompernos inútilmente la cabeza. La historia de nuestra breve correspondencia podría resumirse así. En una primera carta suya se deslizaba alguna que otra insidia sobre la independencia política de la institución del Estado en la que trabajo, cuya presunción de inocencia traté de reivindicar replicándole que cualesquiera instituciones del Estado -incluidas aquellas en las que él mismo ha trabajado toda su vida- son en principio sospechosas, e invitándole, o desafiándole, a que concretara sus sospechas en la de nuestro caso, con el fin de averiguar qué es lo que en ella le parecía mal. En su respuesta del día 13 de mayo no recoge el guante, limitándose a recomendarme la lectura de clásicos que creo conocer medianamente bien y reservándose para sí el derecho a la sospecha universal de culpabilidad, exenta del menor peso de la prueba y hasta de la formulación de cargo alguno, con lo que se comprenderá que no hay manera de discutir.El señor Martín Santos no ostenta el monopolio, aun si el pontificado se lo cedo muy gustoso, de la filosofía de la sospecha en nuestro tiempo. Que yo sepa, siempre ha sido un funcionario del Estado y no el lumpenphilosoph de que parece presumír, y desde que una buena vez di en compartir con él tal condición (la única, desgraciadamente, que permite a alguien vivir -malvivir- en nuestro país de la dedicación exclusiva a la enseñanza o de la investigación en filosofía) no he conseguido desprenderme de una desagradable sensación de malestar. El señor García Muñoz, que tercia el mismo día en nuestra discusión, puede estar seguro de que el malestar producido por la contemplación del panorama desde el puente de las instituciones se debe a la fundada sospecha de que uno está contribuyendo aunque no quiera a la perpetuación del Estado que le asegura su manutención.
¿Y bien? Hasta que la jubilación o un golpe de fortuna no me liberen de tan penosa situación (de la dirección del Instituto de Filosofia del CSIC me basto yo sólo para liberarme, pues para eso la acepté únicamente a título provisional), me temo que estaré condenado sin remisión a buscar algún puente o institución en el que levantar mi carpa. La única exigencia que por mi parte haría constar a este respecto, si alguna puedo hacer constar, es la de que el paso sobre el mismo se halle expedito para cualquier viandante y que sus bajos no resulten excesivamente malolientes, lo que no siempre es fácil de conseguir en un país como éste, de secano.
La cosa es así de simple, y no hace falta ser filósofo analítico para reconocerlo. Pero, por invocar a un clásico predilecto de los filósofos de dicha persuasión -que el que esto escribe abandonó hace ya unos cuantos años-, recordemos el saludable consejo de la liebre de marzo. Mientras
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dejamos que una institución como la que provisionalmente dirijo sea juzgada por sus obras al cabo de un plazo razonable de tiempo y no desde la instancia inapelable de quien sin aducir cargos ni pruebas la juzga y la condena de antemano en el instante mismo de nacer, ¿por qué no cambiamos de conversación?.- Javier Muguerza.
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