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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

De igual a igual

DESDE QUE el Ejército de Estados Unidos acudió en defensa de Europa durante la II Guerra Mundial existe en este continente un cierto complejo de gratitud mal pagada, como si la deuda no hubiera sido satisfecha y, por ello, Washington fuera un acreedor permanente, generosamente estacionado aquí con el único objeto de defendemos de los enemigos exteriores. Nadie discute la deuda, pero es hora de que la relación de Europa con EE UU deje de ser de servilismo agradecido, como quieren algunos, y se convierta en solidaridad entre pares.Después de la guerra, el mundo libre tuvo que buscar fortaleza económica, apoyo técnico y disponibilidad estratégica en la que entonces era la nación más poderosa y menos afectada por las hostilidades. El compromiso estadounidense y su presencia en el continente europeo fueron generosos. Nadie parece querer recordar, sin embargo, que Europa había sido el escenario de la guerra, que seguiría siendo el campo de la batalla por la libertad y que no fue culpa suya que el desarrollo tecnológico norteamericano hiciera inevitable la extensión de la amenaza de guerra a territorio de EE UU. No todo lo que ha hecho Washington en defensa del mundo libre es puro altruísmo, ni es acatable toda la disciplina ciega que exige, ni es condenable cualquier independencia de voz nueva. Toda moneda tiene su envés: una de las consecuencias de Yalta fue que pocos años después medio continente quedó en la sombra, la presencia norteamericana en Europa también sirve para defender a EE UU, el Plan Marshall benefició a las multinacionales americanas y la política de rearme europeo tiene una parte importante de compras a EE UU. Mientras tanto, si es cierto que Europa reconstruyó su potencial bélico, reestructuró su defensa y se preparó, más o menos eficazmente, para la eventualidad de un abandono norteamericano (que Washington esgrimía como retribución aislacionista a la ingratitud europea), se olvida convenientemente que muy pocos aquí o en Washington quieren que EE UU deje de ser aliado de la Europa democrática. Como todos los años, se discute en estos momentos la contribución europea a la defensa aliada y, desde EE UU, se achaca mendacidad a los europeos porque no incrementan su participación en los costes de aquélla. Se dice que EE UU se acabará cansando de costear la defensa del mundo libre y, en el fragor de esas amenazas, se pierde la declaración del secretario estadounidense de Defensa que asegura que la presencia americana en Europa no es filantrópica, sino estratégica. El baile de cifras favorece a uno u otro bando de esta discusión, según quien las maneje: EE UU asegura que es injusto que se vea obligado a gastarse el 6,9% de su producto interior bruto en la defensa (aunque no dice cuánto de ese porcentaje se dedica a defensa no atlántica), mientras que la media ponderada de sus aliados es tan sólo del 3,5%. Por su parte, Europa dice que, en 15 años, sus gastos de defensa se han incrementado en un 30%, mientras que en ese mismo período los de EE UU han decrecido en un 11 % (cifra estimada para 1989). El 80% de los aviones, el 85% de los carros de combate, el 58% de los soldados involucrados en la defensa continental son ahora europeos.

Lo importante no es el injusto reparto de cargas, argumento que pertenece, más bien, a la discusión entre Congreso y Administración estadounidenses en sus particulares batallas presupuestarías. Reagan viaja en estos días a Moscú en un momento óptimo de disminución de tensiones. El presidente estadounidense debe saber que sus aliados le apoyan. Cuánto mejor que le apoyen desde la independencia de criterio, desde una nueva perspectiva de la defensa aliada, con un pilar europeo que se pretende estructurar sólidamente, sin mezquinas discusiones artificiales, que desde el silencio obediente que casa tan mal con los tiempos que corren.

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