Todo un privilegio, señor Araiza
Al final de la representación, sobre la 1.30 -que a tales excesos obliga el prolijo Gounod-, cuando ya en la platea no quedaba más que del terciopelo rojo de los sillones., desde el quinto piso se pidió estentóreamente la cabeza de De Tomasi. No hace falta decir que el director escénico no salió a saludar, según su costumbre.Al margen de las maneras, que no es tarea de este escrito entrar a juzgar, las protestas estaban justificadas. Esta producción, que el Liceo ha desempolvado de sus archivos de 1984, debería quedar en su lugar de procedencia, esto es, definitivamente: archivada. El montaje pretende recoger en algún punto la herencia de Jorge Lavelli (Opera de París, 1975, auténtico hito para posteriores Faustos): por ejemplo, en la impresentable marcha de los soldados e igualmente lamentable coro (Gloire immortelle de nos aïeux) del cuarto acto, concesión patriotera del compositor a la mentalidad burguesa dominante que el director argentino se encargó oportunamente de desmitificar, proponiendo un desfile de lisiados en abierta contradicción con un texto y una música de vacua pomposidad.De Tomasi incluye este dato, dando a entender que conoce el insoslayable referente, pero luego se pierde en detalles inútiles, nunca suficientemente explicados, que desvían la atención del desarrollo dramático. ¿Por qué, por ejemplo, negarle a Fausto su más íntima esencia goethiana, esto es, su plena, libre y autónorria consciencia de estar pactando con el mismísimo diablo para poder detener ese instante tan bello? En su versión, Fausto se limita a caer en la trampa que el mal le tiende, perdiendo toda capacidad de acción. Eso no se lo permite ni el propio Gounod, pese a haberse despachado a placer en la descafeiniz ación del personaje original (tenía razón Goethe: sólo Mozart huebiera estado a la altura de las circunstancias).
Faust
De Charles Gounod, sobre un libreto de Jules Barbier y Michel Carré. Intérpretes: Francisco Araiza, Evgeny Nestreneko, Gabriela Benackova, Paolo Gavanefli, Paola Romanó, Mabel Perelstein y Ismael Pons. Producción: Gran Teatro del Liceo. Dirección escénica: Giuseppe de Tomasi. Coreografía: Leonid Lavrovsky, interpretada por el Ballet del Teatro Lírico Nacional La Zarzuela (solistas: Arantxa Argúelle, Hans Tino y Raúl Tino). Orquesta y coro del Gran Teatro del Liceo dirigidos por Armando Gatto. Barcelona, 19 de mayo.
Pero vayamos a lo bueno, que lo hubo. Es sin duda un privilegio escuchar a Francisco Araiza en estos momentos de su carrera. No cumplidos aún los 40 años, el tenor está en una espléndida forma, madurando con inteligencia los papeles franceses e italianos que decidió incluir en su repertorio en 1983. Su anterior trayectoria de cantante mozartiano, a la vista de la interpretación de la otra noche, de ningún modo debe quedar como un apunte de su pasado biográfico. La naturalidad de la voz, el dejar fluir la música a través de ella de forma que nunca el personaje cobre un protagonismo por encima de su realización musical -lección operística servida por Kraus, de quien Araiza se confiesa abierto admirador-, todo eso, ha sido construido a base de Ferríandos, Octavios y Taminos.
En cuanto al agradabilísimo mezzo-forte, mantenido incluso en el famoso, fatídico do del aria Salut! Demeure chaste et pure, que fluyó sin aspavientos, como una consecuencia natural del planteamiento del personaje, es un regalo de su colaboración con Karajan, a quien desde luego nuestro siglo está obligado a agradecerle muchísimas cosas que algún día habrá que inventariar.
Reparto de altura
Pero si había que destacar en primer lugar, por su trascendencia, la interpretación de Araiza, es de justicia añadir de inmediato que todo el reparto estuvo a notable altura.
Evgeny Nesterenko, que ya con Araiza grabó la versión dirigida por Colin Davis, hizo un Mefistófeles memorable, digno sucesor de la escuela que encarna: la de los Chaliapine, Christoff, Ghiaurov. El cometido de este personaje es comprometido, pues a él le corresponde la grave responsabilidad de salvar la credibilidad de una ópera inaguantable en muchos momentos: en la dialéctica entre el bien -que asume múltiples caras: las de Margarita, Faust, Marta, Siebel, el pueblo entero- y el mal -encarnado a solo por el siniestro diablo- se encuentra el mejor Gounod, angustiado y creativo en tal tensión religiosa. Y Nesterenko asume esta responsabilidad con una aplomada presencia escénica y vocal, contrarrestando oportunamente el lirismo de los buenos de la película.
Debutaba también Gabriela Benackova (Margarita) en el Liceo. Emociona ya de por sí que el personaje, encerrado en el divino estereotipo de la Castaflore de Hergé -algún día las Margaritas faustianas del mundo deberían unirse para tributar un homenaje al creador belga-, por una vez rompa moldes y esté interpretado por una mujer de justas proporciones. Por lo demás, la soprano checa lució sus espléndidas dotes ligeras en la esperada Aria de las joyas, pero, a nuestro juicio, se superó a sí misma en el siguiente dúo de amor, sin duda uno de los momentos más intensos de toda la ópera (y es que a Gounod se le nota a la legua cuando escribe algo que siente y cuando la cosa no va con él).
Del resto del reparto cabe destacar particularmente a Paolo Gavanelli (Valentin), barítono en sus inicios de carrera que posee una materia prima de calidad, administrada con alguna incertidumbre en su invocación del segundo acto, pero posteriormente más confiada. Bien planteada la Marthe de Mabel Perelstein y correcta Paola Romanó (Siebel), que siguiendo la versión de 1869, ofreció la romanza Si le bonheur, habitualmente -y con buen criteriosuprimida.
El coro, sin tener desde luego su mejor noche, cumplió, y la orquesta, conducida por Armando Gatto -más en su salsa con repertorio belcantista, en nuestra opinión-, se mostró en general convincente, excluyendo puntuales intervenciones (como el acompañamiento de la cuerda en Salut! Demeure... de juzgado de guardia).
Babelia
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