Madrid en imágenes
De todas las ciudades de la memoria, Madrid es la que me ofrece los caminos más prolongados, que arrancan desde una infancia paleolítica al recorrido, intenso y azulado, de anteanoche. Yo era un niño que descubría en la capital una primavera temprana cuando en su tierra sólo prosperaban los sabañones. Mi tía Carmen, una mujer de ojos azules, incisivo de oro pero escasas palabras, me conducía al parque zoológico. Desde el número 53 de General Pardiñas bajábamos al Retiro, donde nos esperaban un tigre neurasténico, un oso polar sometido al tormento de la ducha continua y una importante comunidad de monos, desengañados de la vida y el placer, atendiendo a las necesidades del sexo con mecánica y aburrida reiteración. Yo tenía cinco años. De los monos me intrigó su curiosa actividad. El oso y el tigre me inquietaron por su deambular sin pausa. Si he de remontar a la primera imagen que guardo de Madrid, he de reconocer que ésta es exótica. Sólo en segundo lugar, tras la baza de animales emblemáticos, monos, tigre y oso, aparece un monumento de innegable poder de seducción: el autobús de dos pisos.Después de la visita al parque, mi tía Carmen me llevó a recorrer la ciudad. Hace ya muchos años que el tigre y el oso han detenido sin duda su última zancada en el taller de algún taxidermista. La tribu de los simios lujuriosos habrá encontrado, tras la muerte, el horror del vacío, sin ángeles ni sexo, a pesar de las controversias. En cuanto al autobús imperial, quién sabe qué transformación ha padecido que no se ha hallado lugar para ensalzarle. El azar del recuerdo los reúne, como un juego de lejanas miniaturas a las que el tiempo ha reducido de tamaño.
Fotografías antiguas, anteriores a lo que fue mi existencia en esta segunda mitad de siglo, nos muestran un Madrid rural, donde la vendedora de pavos acude a la Puerta del Sol con sus animales de moco colgante, pintorescos como bomberos en uniforme de gala, y un pastor de la Pedraja se pasea por la calle de Alcalá empujando delante de sí una punta de ganado. El daguerrotipo más antiguo que se conserva de la ciudad representa, sin embargo, un Madrid fantasmal, un lejano palacio de Oriente: perdido en niebla de sales de plata, imagen intemporal que igualmente hubiera podido ser hallada en Oslo o San Petersburgo. Dejando de lado la iconografía de mi infancia (ese bestiario onírico que recorre Madrid en autobús de dos pisos), reconozco ahora en el afilador de Orense y en el gitano de la cabra sabia los restos emergentes de un Madrid de la España profunda, de museo antropológico, el afilador con el caramillo de hueso, el gitano con el latiguillo trenzado de artesanía cordobesa, y cabe la pregunta de sí no son ambos funcionarios del Ayuntamiento subvencionados por algún tipo de organización cultural. El palacio de Oriente, en lo que a él respecta, ha alterado su luz a partir del daguerrotipo original, o bien la técnica de la fotografía ha evolucionado tanto que lo personaliza, separándolo de la arquitectura palaciega y convencional de su tiempo, para situarlo en uno de los escasos crepúsculos identificables que hay en el mundo, privilegio que Madríd comparte con Fiésole, Luxor y pocas ciudades más.
Los azulejos de la fachada de Villa Rosa pretenden suscitar la fe en un Madrid de abundancia edénica. Comerciantes y especuladores, estrellas del baile gitano y oficiales de alta graduación proyectaban una idea de la ciudad en la que la Cibeles aparecía rodeada de vergeles como una fuente de quinta romana, y el Palacio de Cristal no era un retiro melancólico, sino el pabellón de los placeres. Dos angelotes con síntomas de hidropesía separan esas viñetas sosteniendo un búcaro desbordante de flores y frutos, como si hubieran previsto la existencia de un subconsciente acuífero en La Mancha capaz de satisfacer esos sueños de fortuna con pomas, hortalizas, calabazas, laurel y margaritas. Hay un Madrid ingenuo de almacén de coloniales cuyo medio de expresión fue el azulejo y cuyo repertorio aún queda por hacer. Hay otro Madrid primitivo y gimnástico, cuyos miembros se reúnen junto al depósito de agua de la Dehesa de la Villa, atletas de corte decimonónico, aficionados a la halterofilia y al balompié, efebos sin padrino y antiguos campeones de boxeo en busca de un pupilo. Villa Rosa es un local cerrado donde vagan las almas en pena de los estraperlistas de posguerra. Esa campa donde se perfila la sierra es el lugar de encuentro de quienes rinden culto al cuerpo sin más publicidad que la del sol poniente. De un extremo a otro de tan dispares gentes, del azulejo de Villa Rosa al tableau vivant de la Dehesa de la Villa, la ciudad sugiere una yuxtaposición de sociedades secretas cuya aspiración al paraíso, en brazos de una folclórica o de un gimnasta, deja un rastro, yo no diría artístico, pero sí encantador.
Madrid es una ciudad de luz, y se quejaban los antiguos de que los barrios burgueses de Argüelles y Princesa, entonces en construcción, cerraran las ventanas por donde la villa miraba a la sierra. La queja era retórica. La sierra ya no es tal, .sino en el sentido geológico, pero no cultural de la palabra. Únicamente la luz no ha cambiado. En esas madrugadas silenciosas de primavera, la luz parece subir de Lavapiés a lavar la cara de algún rascacielos de la Castellana con una lógica casi semántica. Hay un prisma de cristal sobre zócalo de hormigón que parece atrapar ese primer destello del sol para distribuirlo al cielo de Recoletos cuando las acacias del paseo aún se demoran en la sombra. De la misma forma, hay un rascacielos de la tarde, que es la torre cobriza de Bancobao, y un rascacielos de la noche, la torre de Europa, que expone sus tripas radiales y fósfórescentes para que la ciudad lea en ellas algún porvenir. La Castellana es el eje principal de la ciudad, y en ella el tiempo ha marcado sus lugares escogidos.
Así, cada vez que nace un madrileño es públicamente anunciado a lo largo de la gran avenida, desde la glorieta de Atocha a la clínica de La Paz. Cualquier viandante puede asistir al ritual. Un taxi, lanzado a gran velocidad, salva el caos de la circula.ción. Un futuro padre, fuera de sí y con medio cuerpo fuera de la ventanilla, da voces y agita un pañuelo blanco. El claxon continuo atrae todas las miradas, y en el asiento de atrás, la parturienta da hipos, se aguanta la barriga y suda rompiendo aguas hasta caer en brazos de la Seguridad Socia.l. La gran avenida donde se alzan los monumentos a la econornía de mercado es el paseo sacramental de un matrimonio feliz y algo desesperado que en seis kilómetros de carrera de taxi advierte a la ciudad de que está a punto de llegar un madrfleño más. Una ciudad que anuncia así sus partos es una ciudad en transición, porque reúne los ruidosos bautizos de aldea con la más atrevida arquitectura. De alguna forma, la Castellana es aún la calle mayor, y en ello radica buena parte de su encanto. La vanguardia madrileña observa el dedo de Colón, que señala la ruta a Nueva York, con la misma ilusión con que mi primo de Palencia soñaba con visitar Barcelona.
Recoger Madrid en imágenes sería comprender una cultura múltiple, porque la ciudad habla multitud de lenguajes. He retornado al primer idioma que me habló, aquel incomprensible trío de especies zoológicas. He vuelto a la misteriosa interrogación de sus rótulos. ¿Qué sígnifica "Cervecería Kupher"? ¿Qué alusión esconde esa pescadería que se autoproclaima "La Que Es"? He logrado descubrir que un asturiano es propíetarío de la Granja Los Chaburres, sin que eso haya adelantado mis pesquisas ni desvelado el enigma de ese nombre. Tan diricil resulta penetrar las siglas de una multinacional como averiguar a quién nutre su libro de cuentas. ¿Quién es KIO? ¿Quién es DAIWA SECS? Madrid es fascinante por lo que en ella no logro comprender. Soy hombre en Babilonia.
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