Peshawar, el laberinto de la intriga
Los guerrilleros afganos forcejean por llegar a un acuerdo sobre un hipotético Gobierno
La invasión soviética de Afganistán, que ayer inició su cuenta atrás con el comienzo de la retirada de las tropas, ha convertido esta ciudad del oeste paquistaní en una armería sostenida en un entramado de espionaje y mercado negro. Peshawar, en Pakistán, enclavada en el límite de las zonas tribales paquistaníes, es ante todo el laberinto de la intriga.
La ciudad es un conjunto de casas -más bien cuarteles- colocadas sin orden. Sobre muchos de los muros que cercan los jardines puede verse una garita con un vigilante armado. Tras los portalones de hierro hay minúsculos ejércitos al servicio de un comandante, un político o un adinerado traficante.Bajo el achicharrante sol de la última semana del Ramadán hormiguean por las aceras de Peshawar numerosos niños descalzos ancianos de largas barbas y alguna que otra mujer. Paquistaníes y afganas van sujetándose como pueden el chador con que se envuelven.
Las mujeres de la etnia patán no tienen ese problema, porque desde sus cabezas descienden decenas de metros de tela con una rejilla bordada a la altura de los ojos, por la que ven, supuestamente, lo necesario.
La nota de color la ponen los motocarros, autobuses o camiones, engalanados con cientos de dibujos y elementos decorativos. Los semáforos están para que nadie los haga caso y los cruces representan la ley del más rápido, todo ello amenizado por bocinas con sonido de pollo, perro o cualquier otro elemento de la fauna circundante.
Los siete partidos suníes que forman la alianza guerrillera afgana están profundamente divididos y no logran ponerse de acuerdo ni en la estrategia a seguir en el futuro inmediato. El Jamiat I Islami (Sociedad del Islam), el mejor implantado en Afganistán, asegura que en uno de estos días se anunciará el Gobierno completo de la alianza musulmana.
Sayed Gallani, jefe del Majaz I Islami (Frente Nacional Islámico), insiste en que primero ha de elegirse un consejo para que el Gobierno goce de un respaldo popular, mientras otros partidos menores solicitan que sea la Loyal Jirga (Asamblea tradicional afgana) la que ha de designar a los dirigentes que pretenden sustituir al Gobierno prosovietico de Mohamed Najibulá. A su vez, los comandantes guerrilleros de los partidos señalan que los políticos actuales han fracasado por no haber sido capaces de limar las diferencias que los separan y les advierten que pueden ser apartados por los militares. Unos y otros corren estos días para dar una impresión a la Prensa internacional (le que todo está bajo control y de: que Afganistan será pronto un país moderado regido por una ley islámica, según unas fuerzas, y, según otras -especialmente los extremistas de Hezb I Islami (Partido Islámico), de Gulbunin Heckmatiar, quien dirige actualmente la alianza-, de que Afganistán tiene que hacer su propia revolución islámica. Sin embargo, nadie comenta sobre la inclinación del Gobierno paquistaní hacia los extremistas afganos (Islamabad ha favorecido el ascenso al poder de Heckmatiaj-) para no comprometer su situación de refugiados.
Mercado negro
Tocado con un voluminoso turbante, barba teñida en rojo y ataviado con el uniforme tradicional de los aristócratas del antiguo Patanistán, el criado abre la puerta del hotel Perla Intercontinental. Mientras esta enviada especial esperaba para registrarse, dos muyahidin, con su. inseparable gorro de plato, abren dos bolsones de plástico sobre el mostrador y, ante la mirada impasible de los recepcionistas, comierizan a sacar billetes en fajos de a kilo para que se los depositen en una de las cajas fuertes. "Es el mercado negro de armas", dice un periodista europeo.Lo sorprendente es que sea en este amplio vestíbulo donde se cuece gran parte de los negocios ilegales. A la caída de la tarde se van llenando los sillones de los mas vanopintos personajes. De un rincón al otro pueden encontrarse los más acérrimos enemigos que planean indistintamente una emboscada al contrario.
La desconfianza es la única característica común entre los habitantes y la gente de paso de Peshawar. La guerra de Afganistán ha enriquecido a muchos paquistaníes, que estos días miran con recelo la decisión del Gobierno de cerrar todos los pasos fronterizos, con excepción de los tres o cuatro puestos formalmente establecidos, para dar cumplimiento al acuerdo de Ginebra.
Oficialmente, las armas se venden sólo a quien posee una licencia, pero si algún comerciante fuese un legalista y la exigiera, el cliente no necesitaría más que viajar unos kilómetros hasta una zona tribal a donde las leyes no han llegado. Estas áreas se han especializado en la imitación de cualquier armamento que caiga en sus manos, en el cultivo y la distribución de heroína y hachís.
Cualquiera de las carreteras que salen de Peshawar tiene un control policial a los pocos kilómetros. A estos controles de los cuerpos generales se unen los de las tribus, cuyos territorios son incontrolables para el Gobierno central, que no se aventura jamás en un poblado.
Tal vez los grandes olvidados en estos días de preparativos de una presumible vuelta triunfál de Afganistán al sendero islámico sean los tres millones de refugiados que se encuentran en Pakistán. Los campos se extienden a lo largo de la frontera común, pero en las proximúdades de Peshawar son muy numerosos. Muchos de ellos no tienen electricidad ni servicios sanitarios.
La vida de estos afganos es muy diferente de la que viven sus dirigentes, amparados en amplias casas dotadas de aire acondicionado y otras comodidades.
Los refugiados sueñan con volver a un Afganistán liberado de los comunistas, que atentaron contra las sagradas costumbres del islam. Los dirigentes militares y políticos intrigan para acaparar un mayor poder a su vuelta. Los paquistaníes tratan de aprovechar al máximo los últimos beneficios que les reportan unos huéspedes incómodos. En Peshawar se teme que el fin de la guerra ponga límites a la prosperidad conseguida en estos nueve años de guerra.
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