El santo y la ciudad
Una ciudad se articula sobre muchas cosas que avalan el hecho material de su crecimiento, de su desarrollo, en el devenir de la historia que se inicia en su fundación. Una ciudad es un cuerpo vivo que se va fraguando en el tiempo y que mientras crece acumula su memoria, que, de alguna manera, es la memoria de todos los que en los siglos la habitan.La ciudad define su peculiar rostro, demuestra su personalidad, va creando ese estilo que la individualiza, más allá de la propia materia urbana que la constituye, en una especie de sentimiento vital, de conciencia que alberga el reflejo de todos sus avatares, desde el discurrir cotidiano a los hechos más trascendentales que jalonan su historia.
Y en el tiempo, en ese acumulado vivir de sus habitantes, también va floreciendo una sensibididad común. Porque la ciudad se nutre del latido de quienes la hacen y la viven, y, como un espejo, a quienes la hacen y viven les devuelve su propia imagen, sostenida en ese destino colectivo que se transmite en las generaciones y en los siglos, transformada, renovada y a veces dolorosamente destruida.
Pero ciertamente son muchas las cosas que contribuyen a articular la ciudad, y desde sus piedras fundacionales, desde sus referencias más antiguas y originarias, es fácil rastrear sus símbolos, contabilizar los pequeños o grandes mitos que han de amparar su memoria, aunando los sentimientos comunes, haciendo de catalizadores para una perspectiva unificadora e idealizada.
Por encima del cuerpo material de las ciudades hay un fluido espiritual más asentado en el pensamiento y en la cultura que las vivifica, y en el reconocimiento de sus advocaciones y patronazgos, tan propicios a la celebración y a la festividad.
Madrid tiene, en el cenit de esa memoria donde hay un lugar de encuentro para lo histórico, lo mítico, lo legendario, lo religioso y, a fin de cuentas, lo folclórico, y popular, un santo patrono de muy peculiares características e identidad.
Figura unificadora
Un santo patrono humilde, pacificador, cuya figura unifica el sentimiento tradicional de una ciudad de historia bastante trastornada y desarrollo problemático.
El san Isidro que estos días festejamos pertenece a la más sencilla imaginería del santoral, es un santo labrador, hijo del pueblo llano, símbolo de una vida antigua, predispuesto a los milagros que ayudan a salvar el trabajo, a los milagros del sudor y la tierra.
Un santo rural para una ciudad que se ha ido complicando, que ha roto todas las barreras urbanas previsibles pero que se mantiene fiel a su memoria campesina, de algún modo reflejada en la figura inocente del santo. Ese santo que le devuelve a la ciudad el mito de su paraíso perdido, siempre predicando la bondad, y que es un habitante primordial, ejemplar, de un Madrid tan imposible como añorado.
Y un santo en el que todos los que hemos llegado a Madrid desde las emigraciones interiores nos reconocemos fácilmente, porque repite con absoluta claridad y en un gesto entrañable aquellas perdidas imágenes de nuestros perdidos pueblos.
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