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Desde las cocinas

Rosa Montero

Apenas si levanta palmo y medio. Es una pizca de mujer embutida en una gabardina color miel y aferrada con toda resolución a un monedero. Josefa Segura Martínez, de 72 años, vecina de los Corella, acudió a testificar con una vocecilla temblorosa por la edad y la emoción de encontrarse metida en estos trances. Pero lo que dijo fue muy claro, fuIminante: "Al Nani se lo llevaron entre la 1 y la 1. 15 del mediodía. Miré el reloj, porque mi hermana acababa de llegar de hacer la compra".Antes, por la mañana, Juan Sánchez Gómez, dependiente de la joyería Pyber, había dado sobradas pruebas de ser el perfecto representante: de la llamada mayoría silenciosa. Porque su declaración estuvo llena de imprecisiones y silencios. Se dirimía si Juan Sánchez había reconocido al Nani a las 10 de la noche, como consta en las actas policiales, o al mediodía, como mantiene la acusación. No se trata de un asunto baladí; el Nani quizá esté pulverizándose en algún perdido agujero de la tierra. Y mientras su cuerpo no aparezca, los policías no pueden ser acusados de homicidio o asesinato. El falseamiento de documentos públicos es uno de los delitos por los que pueden ser condenados los funcionarios. De ahí que fuera vital el testimonio de Juan Sánchez.

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Pero el dependiente no recoradaba, se atrincheraba en la resistencia pasiva, se acorazaba con su amnesia. "Precise la hora en que le vinieron a buscar", atornilló el acusador. "Pues debió ser antes de comer, a las dos de la tarde, aproximadamente", dijo Juan Gómez. "¿Cuanto tardó en volver a su casa?". "Unas dos o tres horas". "¿Dónde cenó aquel día?". "Cené con mis padres". "Seguro?". "Seguro". "Entonces", remató el acusador, "a las diez de la noche no estaba usted en la Dirección General". Y a Juan Sánchez se le cortocicuitó la voluntad y la memoria y respondió una vez más: "No lo recuerdo".

Se diría que el dependiente tenía miedo, ese temor paralizante del ciudadano que se ve envuelto en un mal sueño. Fue asaltado en Pyber, vio morir a su jefe, en el transcurso de los años, aprendió que, en este caso, no sólo ha de temer al delincuente sino también al policía. En el interminable rosario de no recuerdos de Juan Sánchez quizá esté ese instinto primario de salvarse uno de la quema, propio de los medrosos e indecisos.

Y entonces apareció nuestra heroína. Entró a pasitos cortos, se posó ante el micrófono con levedad de pájaro, y dijo claramente que la hora de la detención fue entorno a la una. Entre las molduras sobredoradas y las lustrosas togas, su voz era la voz de lo real, de la cotidianeidad y el buen sentido.

Este es un proceso cuajado de implicaciones y sobresaltos. Se habla de mafias policiales, de torturas y asesinatos. Una trama amendrante que se entierra en las raíces del Estado. Por eso todo el mundo parece tener miedo. Pero Josefa no. Josefa llegó revestida con la seguridad de su certeza y apuntilló a la defensa con su meticulosa memoria horaria de ama de casa. Quién le iba a decir al abogado Rodríguez Menéndez que la compra de una mujer de barrio iba a hacerle este daño.

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Josefa ha salido de la eternidad sin historia de su cocina y se ha enfrentado por sí sola a una oscura pirámide de poder pervertido. Con su palmo y medio de envergadura, una tonelada de convicción y un monedero.

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