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"¡Yo me estaba quieto, para que te enteres!"

, Domingo Ortega les andaba a los toros era su estilo, y uno pretendía que le explicara por qué y, sobre todo, cómo "Maestro: cuando usted les an' daba a los toros...". Quizá uno repitió demasiado la frase, y el maestro se amostazó, con aquel carácter que tenía, y dijo: "¡Yo me estaba quieto, para que te enteres!". No sólo eso sino que, levantándose de la butaca, se puso a torear. Uno se asustó del arranque y le advirtió: "¡Maestro, la cadera.'" ¡Ni cadera ni leches!". -

Se puso a torear en el salón de su casa, frente al Zuloaga, y mientras movía la mano izquierda a ritmo de suave natural -con la derecha se apoyaba en el bastón-, explicaba: "El toro estaba donde tú, por ejemplo, y me lo traía aquí; entonces lo quedaba ahí y, a ver, yo me ponía allí, para tomarlo así y quedarlo otra vez donde tú ¡Por ejemplo!". "Eso exacta mente quería yo decir, maes tro". "Lo querías decir, pero no lo decías; tanto repetir que les andaba a los toros". Sí, quizá fue una falta de tacto repetir la frase, sin siquiera variarla aun que fuera volviéndola por pasiva. Claro que "Maestro, cuan do los toros eran andados por usted", sonaba peor.

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Esa frase no ha parado de repetirse por el mundo de la tauromaquia, desde que Domingo Ortega irrumpió en ella. Con intenciones dispares, por cierto. La más común, para recordar admirativamente el estilo irrepetible del maestro; en algunos casos, para desmitificarlo. Ortega seguramente se había rebelado en su sillón, donde convalecía de una operación de cadera, porque antes, a lo largo de los años, le había llegado el eco de algún lego en ciencia taurórnaca, que pretendía desvirtuar los fundamentos de su toreo puro.

Cagancho le tiró una vez con bala cuando pronunció aquella frase lapidaria: "De Despeñaperros p'abajo, se torea; de Despeñaperros p'arriba, se trabaja". Cagancho tenía felicísimas ocurrencias gitanas -esa fue una- pero Domingo Ortega las tenía también, desde su ingenio castellano. Alguien, al correr del tiempo, quiso convertir el chascarrillo de Cagancho en dogma, y Ortega le dio la justa réplica: "No lo dirá por mí, que me hice torero para no tener que trabajar".

Por los años 60 el Opus Dei organizó un retiro espiritual para toreros en el cortijo jerezano Los Albujeros, de Álvaro Domecq, al que asistió prácticamente toda la torería. Cuenta otro clásico de la tauromaquia, Luis Gómez El Estudiante, que estaban en hora de meditación cuando en la habitación contigua oyó gritar a Ortega: "¡Milagro!". Se precipitó allí, y le preguntó: "¿Qué ocurre, Domingo? ¿Se te ha aparecido la Virgen?". "No; es que, meditando, he caído en la cuenta de lo bien que vivimos a pesar del tiempo que llevamos sin trabajar y esto sólo puede ser un milagro".

Su vocación torera fue tardía. Tenía 17 años cuando acudió por primera vez a una corrida, donde toreaban Juan Belmonte y Marcial Lalanda. A los 19 años debutó en Almorox y luego toreó en Cenicientos con Salvador Garcia, un novillero 12 años mayor que él, que le enseñó los fundamentos de la lidia. Domingo Ortega no lo olvidó jamás y decia que había sido su hombre providencial.

La exclusiva de Dominguín

Debutó en abril de 1930 en la placita de Tetuán de las Victorias (Madrid), y Domingo Dominguín, que era el empresario y advirtió enseguida las excepcionales condiciones del torero, le firmó una exclusiva. Dominguín fue su segundo hombre providencial. Consiguió presentarlo en el mes de septiembre en Barcelona y obtuvo tal éxito Ortega, que el empresario Pedro Balaftá lo estuvo repitiendo en novilladas sucesivas durante el otoño. En marzo del año siguiente, también en Barcelona, le daba la alternativa Gitanillo de Triana.

Todas las aficiones españolas y americanas admiraron durante más de 20 años la maestría de Domingo Ortega, torero de fuerte personalidad, cuya concepción interpretativa de las suertes se fundamentaba en el dominio, ejercido desde el temple. La pureza de su toreo llegó a ser total. Con una ejecución más dramática en la década que precedió a la guerra civil, por la envergadura y fiereza de las reses, desbordante de facilidad en la posterior, pues a la mengua del trapío y la casta que se produjo aquellos años se unía la madurez técnica que había adquirido el torero.

Las aficiones le reconocieron maestro pero los propios toreros también, y personalidades de la vida intelectual se complacían en ser sus contertulios y en cultivar su amistad. Ortega y Gasset fue uno de sus mejores amigos. Una inteligencia natural de primer orden convirtió al paleto borojeño en hombre culto, y fue el primer torero que dictó una conferencia en el Ateneo de Madrid. Aquel día hubo en el Ateneo un lleno hasta la bandera y la conferencia es, desde entonces, el texto máximo por el que se guía todo cultor de la ortodoxia en el arte de torear.

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