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Las utopías tecnológicas del arte

La crisis de identidad del arte contemporáneo, que estalló jubilosamente con las vanguardias del primer tercio de nuestro siglo y que luego languideció torpemente hasta la posmodernidad, anda buscando un asidero en el salvavidas tecnológico.

Se supone que la crisis de ideas puede ser superada con las promesas de las nuevas quincallerías y que las hadas de la electrónica y de la informática pueden revitalizar el legado del Renacimiento que Occidente ha devorado a lo largo de cinco siglos. Estamos más o menos en el punto en que Marinetti se hallaba en 1909 al proclamar la buena nueva del futurismo, con su fe en la capacidad revolucionaria de las máquinas, una fe tan ambigua y polisémica que derivó hacia el fascismo mussoliniano en Italia y hacia la revolución proletaria e industrialista en la URSS.La gran diferencia entre el futurismo ingenuo de Marinetti y el neofuturismo inconfesado que hoy está en vigor reside en que el actual ya no necesita de los triunfalismos retóricos que había que exhibir clamorosamente a principios de siglo, cuando el automóvil y el avión eran unas rarezas y no existía conciencia colectiva de modernidad. Hoy la organización de la vida colectiva está en manos de tecnócratas y se da por sentado que ya hemos entrado en el futuro desde que la II Guerra Mundial nos trajo la energía atómica y la primera computadora digital. Pero el futuro se ha revelado tan gris como el prefuturo, y a nadie se le ocurre lanzar las campanas al vuelo en su nombre. Se sobrelleva de un modo más o menos vergonzante o resignado y en paz. Ya han pasado los tiempos en que el puente de Brooklyn, los rascacielos de la calle 53, la televisión en color o las astronaves eran símbolos de orgullosa modernidad. La modernidad ha perdido su orgullo entre las montañas de detritus materiales y morales de hoy.

El diálogo entre el arte y la técnica, que se inició hace 25 siglos en Atenas, tuvo un momento estelar con la aparición de la tecnología cinematográfica. En 1921, Aragon podía poner en boca de su Anicet: "En el cine la velocidad aparece en la vida, Y Pearl White no actúa para obedecer a su conciencia, sino por deporte, por higiene: actúa por actuar... He aquí el espectáculo propio de nuestro siglo". Cuando Aragón escribió estas líneas, el cine todavía era mudo, pero 10 años después Huxley ya imaginaba ese cine total, coloreado, táctil y oloroso, que habría, sido, según la concepción operística de Hegel, el arte supremo por su capacidad integradora. Pero el cine imaginado por Huxley en Un mundo feliz exhibía ya (antes de que naciesen las revistas pornográficas escandinavas) una escena erótica entre un forzudo nej7o y una rubia, además de una intriga rocambolesca propia de una película de Pearl White. La técnica había avanzado en su futurista mundo feliz, pero las ideas eran las de antaño. Y hoy las películas siguen sin ser olorosas, a pesar del efímero Odorama de Mike Todd y de las bromas olfativas del director punk John Waters. Y del cine táctil ni siquiera ha hablado el profesor Franz de Copenhague.

Con la utopía técnica de Huxley se completaba hasta un grado extremo la falacia sensorial del arte como reproducción ilusoria de la realidad, denostada por Platón en nombre del engaño a los sentidos y a la inteligencia. Pero los visionarios se empeñaron en avanzar contra la ética y la estética platónica, y en 1946 Boris Vian, reelaborando el órgano de los perfumes propuesto por HuxIey en su novela, inventó en La espuma de los días un piano-cóctel cuyas notas permitían producir líquidos y aromas para elaborar deliciosos combinados. Con el invento de Boris Vian, la utopía tecnológica del arte daba un nuevo paso de integración multisensorial, con interesantes connotaciones sinestésicas.

Hoy ya nadie se acuerda del encantador pianocóctel de Bonis Vian, pero la música sintética y la infografía han demostrado que las anticipaciones de su teclado estaban llenas de sentido, mientras que las pantallas hemiesféricas y envolventes del Panrama francés y del Omnimax canadiense aspiran a consumar el mito del cine total vaticinado por Huxley. No hemos conquistado el cine táctil, pero podemos ya colorear las viejas películas en blanco y negro, desde Amanecer, de Murnau, hasta Ciudadano Kane, de Welles. La historia del arte no ha avanzado en la dirección sugerida por la reprimenda platónica, pues estamos construyendo entornos ficticios que simulan cada vez con mayor perfección aquella falaz imagen en el espejo que denunció el filósofo. Sus últimos instrumentos son el vídeo, la imagen sintética producida por ordenador y la imagen electrónica de alta definición.

Inventar de nuevoN

i Giotto ni Botticelli poseían los abundantes pigmentos sintéticos de que puede disponer un pintor hoy, pero no por ello su obra es estéticamente inferior a las de los pintores contemporáneos. Y aunque Stroheim o Einsenstein no dispusieran de emulsiones de tanta calidad como las actuales, sus filmes no son artísticamente inferiores a los realizados hoy. No se trata, claro está, de atacar la modernización de las tecnologías en el campo del arte, sino de resituarlas en su justo lugar. Es menester dar la bienvenida a la imagen electrónica de alta definición, pero es menester recordar que sus 1.125 líneas no superan la definición de las películas que utiliza la industria cinematográfica desde hace muchos años. No hay más que ver Julia y Julia, registrada por Peter del Monte sobre soporte magnético y en alta definición, para concluir que con ella la electrónica ha reinventado la alta definición fotográfica.

La imagen sintetizada por ordenador aparece como el último juguete que la tecnología ha ofrecido a los artistas plásticos. Aunque está todavía en su infancia, ya se adivina el caudal de experiencias que podrán nacer del diálogo paralingüístico entre el hombre y la máquina (más precisamente su programa), pero nadie puede vaticinar que su producción ¡cónica sea superior a la llevada a cabo con medios anteriores, a los que convencionalmente juzgamos como más rudimentarios. Al fin y al cabo, lo que ha hecho la infografía es devolver la libertad de imaginación del pintor al ciudadano de la era fotográfica, haciendo posible la creación de imaginarios imposibles a través de la máquina. Esto lo habían hecho El Bosco y Goya con sus pinceles. Ahora puede hacerse con un teclado y una pantalla fosforescente. Tal vez por este camino, anticipado por el teclado de Boris Vian, podrá por fin romperse la maldición del espejo falaz que arrojó Platán sobre las artes figurativas hace 25 siglos.

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