La autofIagelación argentina
Circunstancias de mi vida han dado lugar a que para mí la República Argentina sea uno de los parajes del mundo que siento como tierra propia, y por ser lo así le he prestado desde hace ya mucho tiempo una atención especial, a la que más de una vez hube de dar expresión pública. Una visita reciente ha renovado ahora mi contacto antiguo con esa tierra, y quisiera anotar aquí las impresiones que en ella he recibido durante las semanas de mi permanencia.Podrían resumirse tales impresiones en estas pocas palabras: el temple que hoy prevale ce en la sociedad argentina es de un desánimo general, manifiesto bajo la forma de amargo y rabio so desengaño. No es nada comparable al famoso e inocente desencanto que hace unos años se apoderó de los españoles al comprobar que la tan anhelada democracia no había traído con sigo el milagro de la felicidad universal. Este desencanto fue para nosotros el ligero trauma de una caída desde la nubes utópicas en la redidad, que es dura, sobria, terca y siempre problemática, pero confortante al fin y al cabo. El desengaño que actualmente advierto en los argentinos es más profundo, es algo que llamaría radical, dándole este adjetivo, fuera de cualquier connotación partidaria localista, sentido literal- es, me parece, el desengaño de la ilusión nacionalista, un desengaño rabioso y amargo, digo, vivido con todo el exceso y desmesura a que empujan las grandes expectativas defraudadas.
En efecto, y más allá de las dificultades concretas, ciertamente muy graves, que el país confronta, he encontrado en las gentes un ánimo de implacable autoflagelación que vendría a ser como la penitencia merecida para purgar el viejo pecado nacional de inveterado narcisismo. Una larga serie de humillaciones colectivas, culminadas con el fracaso en la guerra de las Malvinas y la exposición de las repulsivas atrocidades a que diera oportunidad la lucha contra la subversión montonera ha desmentido la imagen de una superior dignidad, haciendo irrisorias las tradicionales pretensiones argentinas y su confiada expectativa de altos destinos históricos. En estos días suena a sarcasmo y resulta una burla cruel el eslogan -remanente de la previa actitud autocomplaciente- que repite de continuo el canal 2 de televisión proclamando que la República Argentina es el mejor país del mundo" para puntear programas de noticias o de discusión donde se anidizan sin paliativos los males que lo afligen, calificados con frecuencia de irremediables.
En su conjunto, estas públicas manifestaciones reflejan un panorama bastante sombrío. Bajo diferentes planteamientos y con matices distintos se deja notar en los líderes políticos y en los portavoces de la opinión un común talante preocupado, al que corresponden en el ambiente social y privado las continuas quejas, protestas y diatribas, dirilidas no contra una u otra instaricia en particular, sino contra lasituación general de marasmo en que el país se encuentra sumido. Desde luego -y quien llega de fuera lo advierte en seguida-, los males que en efecto afligen a Argentina son, en definitiva, los mismos que de una manera más o menos aguda está padeciendo el resto del mundo: inseguridad ciudadana, desocupación, drogas, desbarajuste e inmoralidad administrativa, y sobre todo, la deuda públi¿a que gravita abrumadoramente sobre una economía nacional descapitalizada. Pero estas calamidades han provocado allí una reacción que rebasa la situación-inmediata para constituirse en actitud crítica radicalizada frente al país mismo.
El que un país se vea criticado en su total entidad -y aun muy acerbamente- por sus propios habitantes no es ciertamente cosa insólita, ni podría extrañarnos a los españoles, que junto al más ridículo patrioterismo, hemos incurrido a veces en exageradas autodenigraciones. Lo mismo cabe decir de otros pueblos europeos. Infrecuente es, en cambio, esta última conducta entre los americanos, y, desde luego, no se había dado nunca hasta ahora en aquellos que, como Estados Unidos o la República Argentina, están formados por una gran masa de población de origen inmigratorio. Las razones de ello deberían ser aclaradas mediante análisis sociológicos que no pertenecen a este lugar-, pero a primera vista salta el hecho de que, habiéndose instalado en la nueva tierra esa población con la perspectiva -lograda en la práctica- de alcanzar mejor nivel de vida, se desarrollan en ella sentimientos de respetuosa y hasta ciega veneración hacia los valores y símbolos de la patria adoptada, mientras que cada grupo o sector (las que en Norteamérica se denominan etnias) es reticente en sus eventuales expresiones críticas frente al resto de la comunidad y, por supuesto, frente a ésta como tal. Quizá estas generalizaciones resulten impertinentes aquí, pues lo que ahora quiero señalar se reduce a algo que para mí es evidente: que el engreído nacionalismo argentino comentado por mí en anteriores ocasiones se encuentra ahora en profunda crisis.
Para sorpresa mía, he podido notar que los argentinos se deleitan hoy -con amarga delectación- en hablar mal de sí mismos como colectividad. No es que censuren al Gobierno o que se ponga en la picota a los políticos: eso se ha hecho siempre, y hasta existe una tradición de sátira bastante cáustica en los teatros porteños. Lo nuevo y lo notable es que esa sátira, alternando lo festivo con lo indignado, se haya extendido y profundizado hasta alcanzar a la nación entera, tenida antes por intocable. Durante mi viaje reciente he tenido oportunidad de asistir a un espectáculo titulado Salsa criolla, cuyo éxito popular le confiere algún valor sintomático. Se trata de una llamada cabalgata histórico-musical y consiste en una serie de cuadros o sketches que de manera un tanto burlesca presenta los sucesivos momentos del pasado argentino a partir del descubrimiento de América. Sus distintos episodios están manejados con grados diferentes de cautela, pero siempre delatan una intención derogatoria más o menos disimulada, dejando, en suma, una sensación de futilidad. Esta cadena de escenas ficticias va embutida entre sendas peroratas a manera de prólogo y de epílogo, verdaderas arengas en tono de mitin, tan extensas o más en duración que la función teatral propiamente dicha, en las que el autor y director vapulea a sus oyentes con un lenguaje crudo, soez a ratos y empedrado de improperios. Tal es el espectáculo que -según me dijeron- lleva representándose a teatro Heno por casi cuatro años. Lleno de bote en botelo encontré yo, en efecto, el día que acudí a verlo, siendo éste uno de entre semana. Y tanto como lo que se representaba en escena o se hablaba en el proscenio me interesó fijarme en la actitud del público, que seguía con aprobación festiva el curso de la farsa y que, sobre todo, respondía con entusiastas aplausos a los latiguillos con que el orador fustigaba a los espectadores, incluyéndose él mismo, por supuesto que retóricamente, en la diatriba.
Mi perplejidad ante este fenómeno de la presente autoflagelación argentina me lleva a preguntarme por su posible significado. ¿No será acaso el desenlace del proceso apuntado por mí cuando en 1952 discurría sobre el paso de un pretendidamente sano nacionalismo al insano nacionalismo peronista de aquellas fechas? Bajo la superficie de los avatares que en burlona solfa encadena la referida cabalgata histórico-musical se oculta la disolución de unas estructuras económico- sociales por cuyo efecto ha Regado el país a los términos en que hoy se encuentra, comparables, en definitiva, a los del resto de un planeta abocado a la alternativa de reorganización global o postrera aniquilación. Los problemas actuales de Argentina no son, en verdad, peculiares suyos ni, en el fondo, distintos de los que, con unas u otras modalidades, tiene planteados el resto del mundo. Tampoco puede tener -es obvio- una solución independiente. Es de esperar por eso que el desengaño de sus pasados sueños de grandeza nacional sea tan sólo un malestar pasajero, disipado conforme empiece a vislumbrarse una salida a la presente situación crítica.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.