Los impuestos y lo público en los años noventa
Ha causado una cierta sorpresa que el Programa 2000 del PSOE prevea -y proponga como objeto de debate- una tendencia al aumento de los recursos del Estado para la próxima década.Los argumentos, sin embargo, son simples y contundentes. Primero, en España el Estado percibe menos recursos a través del sistema de impuestos que en cualquier otro país desarrollado europeo. En Suecia, de cada 100 coronas de valor producido, 50 pasan a las arcas del Estado; en Francia, de cada 100 francos, 45 son administrados públicamente. Pero en España tan sólo 33 pesetas son detraídas de las economías privadas por el Estado. Segundo, aún existen enormes carencias en los servicios públicos en España; piénsese en las demandas aún no satisfechas en materia de pensiones, de salud o de cobertura en la educación, por no hablar de las mejoras en infraestructuras o en medio ambiente que precisa nuestra economía ya abierta al espacio común europeo. Tercero, en el futuro, algunas áreas públicas deberán crecer como resultado de nuevos problemas. El envejecimiento de la población va a suponer presiones adicionales en los sistemas de pensiones, de salud y de asistencia social comunitaria. Por otra parte, si en España nos queremos dirigir lo más rápidamente posible a una nueva -y nunca lograda- situación de pleno empleo, desterando de nuestro sistema de organización social el desempleo masivo, habrá que promover públicamente la adaptación de la población activa a la economía actual, una economía flexible, tecnologizada, de sectores emergentes y en declive; ello implicará recursos crecientes para las políticas de empleo.
Basten estos dos ejemplos, la tendencia al envejecimiento de la población y el nuevo fenómeno del desempleo tecnológico, para ilustrar por qué en el futuro lo público seguirá demandando una expansión cierta.
Pero ¿cómo aumentar los recursos del Estado en España? No parece que sea necesario aumentar la presión fiscal individual. Si se persiste en la lucha contra el fraude fiscal y se mantiene el nivel impositivo actual en una economía en crecimiento como la española, será posible aumentar los recursos del Estado para hacer frente a las viejas y a las nuevas necesidades mencionadas.
Esta posición, en lo que hace al contribuyente, es, sin duda, tranquilizadora. Pero, además, es políticamente correcta. Más allá, de la ley y el orden, los impuestos son el escenario moderno del compromiso entre el individuo y el Estado. Este compromiso se va consolidando, hasta convertirse en un consenso cultural de toda la sociedad, durante un proceso político dilatado en el tiempo -proceso que ha comenzado en España muy recientermente. Por ello, porque estamos apenas inmersos en ese proceso, no se puede considerar nuestro sistema fiscal como algo estable y fijo para siempre. Es un sistema perfeccionable, sujeto aún a muchos interrogantes que hay que ir resolviendo: ¿son válidas las proporciones que hoy tienen en nuestro sistema las cotizaciones a la Seguridad Social, la imposición directa y la indirecta? ¿No deberán descender las primeras y aumentar, tendencialmente, las últimas? En un período en el que se precisa ante todo de la inversión productiva como puntal del crecimiento económico, ¿tenemos el sistema impositivo adecuado para las ganancias de capital? ¿Cómo se puede avanzar a un tiempo en la penalización de la especulación y el fomento de la inversión productiva? ¿Puede afinarse en el impuesto sobre la renta de modo que aumente en progresividad en los tramos altos y al mismo tiempo no se pase de progresivo penalizando a sectores de renta intermedia? Todas estas cuestiones, y otras muchas, deben ser objeto de reflexión y, sin duda, de debate.
Buenos niveles
Pero el debate sobre todas estas cuestiones no puede empañar otro hecho cierto: los niveles de imposición existentes actualmente en España son los adecuados, en general, y no deben aumentar. Se deben mantener y, manteniéndose, deben pasar de ser una obligación con ecos coercitivos a un acto de moralidad y responsabilidad ciudadana que cada uno cumple concienzudamente. Para que esto sea así, el mantenimiento de los niveles actuales de imposición debe ir acompañado de una creciente demostración de la eficacia de los sistemas públicos. Y esto conduce a plantear frontalmente otro universo de cuestiones como la mejora de la calidad de los servicios públicos, la necesidad de un eficaz engranaje entre el gasto realizado por la Administración central y las Administraciones autonómicas, o la conveniencia de un mayor nivel de responsabilización por parte de estas últimas con respecto al gasto que administran. El debate sobre la fiscalidad se vuelve aun más pertinente en estos momentos.
Hace pocos días que Nigel Lawson, el ministro de Finanzas de Margaret Thatcher, presentaba en los Comunes su quinto presupuesto, un presupuesto que reviste una importancia política que no ha escapado a los columnistas británicos. Por vez primera el presupuesto de los neoconservadores ingleses abandona el ropaje de la racionalidad pragmática thatcherista para pasarse con armas y bagajes a la defensa pura y dura de los privilegiados dentro de la sociedad inglesa.
El espíritu del presupuesto, centrado en un recorte de los impuestos de carácter regresivo, se evidencia claramente con las cifras: una persona ganando 2.400.000 pesetas anuales pagará 48.000 pesetas menos, pero un yupp¡e que gana 12 millones al año se ahorrará ahora 2,4 millones de pesetas en impuestos. Sin embargo, el dato más sobresaliente del nuevo presupuesto radica en una reducción del 60% al 40% en el impuesto que deben pagar aquellos que disfrutan de una renta superior a los 4,3 millones de pesetas. No es exagerado afirmar que esta medida significa la ruptura completa y definitiva del consenso que hasta ahora había existido en el Reino Unido, basado en un sistema fiscal que daba cabida a la equidad y a la justicia social.
La lección que hay que sacar de este presupuesto para ricos es evidente: pasada la crisis, en la época de reactivación económica, los neoconservadores parecen ir abandonando sus argumentos de racionalidad económica como un bien para todos y retrotraen a las sociedades que hoy dirigen a situaciones sociales propias de comienzos del siglo XX.
Desintegración social
Por ello quizá sea bueno comenzar a poner en entredicho esa hegemonía neoconservadora que todos hemos dado por sentada en los tiempos de crisis. Cierto es que los conservadores han logrado sanear sus economías y han logrado unas nuevas bases de crecimiento. Pero están haciendo pagar un alto precio a sus sociedades en términos de desintegración y de creciente polarización social. Tal precio es consecuencia directa de su sistemática política de reducción de impuestos y desmantelamiento de lo público.
Los socialistas, en aquellos casos en los que han tenido que hacer frente a la crisis desde el Gobierno, se han apartado de esta tendencia conservadora, han mantenido los niveles de tributación y han conservado el papel de lo público dando una importancia crucial a su racionalización y eficacia. Y esto no les ha impedido crecer. Muy al contrario: hoy España disfruta de mayores tasas de crecimiento que el Reino Unido. Pero se trata de un tipo de crecimiento en el que lo público es y seguirá siendo un instrumento básico de solidaridad y de integración social. Reivindicar para el Estado -para un Estado eficiente y abierto a los ciudadanos- mayores recursos en los umbrales del año 2000 no sólo no es una rémora para el crecimiento económico sino que constituye la garantía para construir una sociedad poscrisis integrada: ese tipo de sociedad es, sin duda, la gran apuesta del socialismo europeo en el futuro.
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