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Tribuna
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Razón de Estado

No sé si el general Noriega seguirá viviendo en su país cuando aparezcan estas líneas. Estados Unidos ha decidido que los panameños paguen con hambre y otras penalidades cada hora de su presencia en la tierra que le vio nacer, donde gozaba de tantas simpatías. Se diría que la Casa Blanca actual está quisquillosa, a juzgar por ese hecho y por otros, como el envío -no pedido- de tropas a Honduras para defender su independencia nacional de una patrulla sandinista. Se diría incluso que, tras intervenir militarmente 22 veces en Panamá este siglo, su inquietud concierne al deseo de incumplir los acuerdos firmados por ella misma sobre el canal, un asunto desde luego más sencillo teniendo allí a gente dócil.Al mismo tiempo, el asunto del general Noriega parece muy razonable, porque le reclaman dos juzgados -uno de Miami y otro de Tampa- como presunto narcotraficante de máxima envergadura. Todos sabemos que si dos juzgados de alguna parte del mundo reclamaran por motivos análogos al vicepresidente Bush, o al propio presidente Reagan, habrían sido puestos a su disposición de inmediato y cesados en sus cargos. Las inmunidades por alto cargo público o funciones parlamentarias no valen con crímenes tan graves; ni siquiera para quienes imputan a otros una mera familiaridad con cosas tales, aunque el ofensor sea diputado, como acabamos de comprobar en España hace muy poco.

No acaba de comprenderse cómo todavía no ha sido reclamado alguien de la Casa Blanca, y el señor Bush en particular -desde luego, a título de presunto implicado tan sólo-, tras varios años de dirigir la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Les cuento rápidamente la información que tengo, y ustedes opinan. Cuando estaba terminando la guerra de Vietnam, la católica revista Ramparts publicó algunos artículos donde acusaba a la CIA de controlar el tráfico de heroína en el sureste asiático, dentro de un sibilino plan orientado a mantener puntos desestabilizadores para China en el triángulo dorado; apoyaba su información sobre cosas inverosímiles -como un supuesto tráfico de dicha sustancia en los cadáveres y ataúdes de soldados repatriados-, si bien bastó ponerse a averiguarlo para encontrar media tonelada del producto en los féretros de militares devueltos a Nueva York.

Política de la heroína

El profesor A. McCoy, colaborador de la CIA durante años, decidió volver a dar clase y tuvo la audacia de hacerlo el día mismo en que aparecía su voluminoso libro La política de la heroína en el sureste asiático (1979), donde aportaba documentos considerados irrefutables sobre la participación de su antiguo patrono en el negocio. El organismo negaron estas imputaciones, y como medio alío más tarde aparecía el libro Mercaderes de la muerte, firmado por una desconocida escritora a, quien becaba otro organismo, el llamado Congreso para la Liberiad Cultural. Allí todo suce día a ]a inversa, pues China era la responsable de lo atribuido antes por McCoy a la CIA. No obstante, la credibilidad de sus tesis sufrió cierta merma al saberse que el mencionado Congreso para la Libertad Cultural, con sede en Ginebra, es una filial de la CIA.

En 1981, tras años de andanzas por Oriente, apareció el libro del periodista austriaco H. G. Behr llamado La droga, potencia mundial, en el que insistía sobre el intercambio de drogas por armas no sólo en el sureste asiático, sino en Pakistán y Afganistán, supervisado por la CIA. Así andaban las cosas cuando se publicó en 1986 la investigación de J. Mills llamada El imperio subterráneo, para cuya elaboración el autor -incondicional prohibicionista y famoso escritor- tuvo acceso durante cinco años a los archivos de la DEA y la posibilidad de hablar largamente con sus responsables. Mills coincide con McCoy, sólo que extiende las actividades de la CIA a América Latina; voceando una opinión que parece ser vox populi en los círculos informados. Que yo sepa, su millar y pico de páginas no ha sido objeto todavía de un desmentido oficial.

Para entender cómo funcionan estas cosas quizá haya que explicarlas sobre el terreno, y lo mejor sería poner en claro qué es y qué acontece en el célebre triángulo dorado, cuya producción anual de opio ronda las 600 toneladas desde hace varias décadas. El lugar son territorios montañosos y agrícolamente muy pobres, comprendidos entre las fronteras de Tailandia, Birmania y Laos. Los habitan unos nativos (los meos) que trabajan para dos grupos militares: a) el "Tercer Ejército del Kuomingtang", mandado por el general yunanés Li Wen Huan, que se refugió allí en 1949, al término de la guerra civil china; b) el Ejército Shan Unificado, al mando del general Chang Chi Fu, que se justifica en la estafa política sufrida por los territorios orientales de Birmania a comienzo de los años cincuenta, aunque esté formado originalmente por restos de una división del Kuomingtang igualmente. El grupo a) lo respalda Taiwan, respaldada a su vez por los norteamericanos, y el grupo a) lo respalda Tailandia, respaldada a su vez por los norteamericanos. La única fuerza que penetra en esos lugares resulta ser la Patrulla Fronteriza tailandesa, que "es reconocidamente una organización creada, sufragada y controlada por la CIA" (Mills).

La Strategic Narcotics Branch, una de las divisiones de la Agencia Central de Inteligencia, está especializada -como quizá alguna rama análoga del KGB- en usar tales objetos para infiltrarse en esferas de poder, sufragar grupos armados de presión, aupar a líderes deseables y hundir a los ya gastados, sostener oposiciones ficticias y, en general, jugar al ajedrez del espionaje y las zonas de influencia. Como George Bush ha sido jefe supremo del organismo, debe tener datos interesantísimos que contar a juzgados de los cinco continentes. Hace apenas un año escapó por poco del Irangate y de una operación donde la contra nicaragüense recibía apoyo indirecto admitiendo la entrada en Estados Unidos de avionetas cargadas con cocaína.

Pero la obsesión de este alto dignatario y de sus colegas es echar de su país a un panameño, porque lo que hacen el señor North y semejantes es patriotismo y lo que hace Noriega es crimen. Noriega consiente que los bancos de su país empiecen a blanquear el dinero del narcotráfico, y esto agravia y alarma de modo súbito -desde luego, sin relación ninguna con el cumplimiento de los acuerdos sobre el canal-, aunque la Administración norteamericana sepa a ciencia cierta hace varios años (al haberlo declarado así su propio Consejo de Seguridad Nacional) que el destino último de tales fondos es Europa. ¿Por qué no reclaman también en Tampa y Miami a la Banque Nationale, al Crédit Suisse, a las casas correspondientes de Lieclitenstein, Luxemburgo e Italia?

Parece deberse a una sola razón, definible como razón de Estado. Apresurémonos, pues, a dar albergue a este prófugo para que no sucumban de inanición en su tierra. Y esperemos confiados el día en que algún juzgado de Micronesia o Teherán llame a los hombres fuertes del Washington actual con parejas sospechas para comprobar que no son como Noriega y no entorpecen la acción de la justicia, ni siquiera cuando sus exhortos provienen de tierras extrañas.

Antonio Escohotado es profesor de Ética y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Autor de Realidad y Substancia.

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