Barcelona emerge
BARCELONA ESTÁ en la cresta de la ola, de la preparación de los Juegos Olímpicos de 1992: el organigrama ya está completo; las obras funcionan al ritmo previsto, y los símbolos, más o menos convincentes, están haciendo su camino. Éstos son los fenómenos aparentes de un suceso más profundo: la nueva emergencia de la capital catalana, la segunda capital de España.La nueva vitalidad cultural -urbanística, literaria, en la moda, el diseño o las artes gráficas- que respiran Barcelona y su entorno, y su papel de locomotora en el proceso de reactivación que registra la economía española, son algunas de las claves de este renacimiento, en parte empañado por las crecientes bolsas de miseria localizadas. Se trata de un cuadro que debe suscitar una mayor atención en el conjunto de la España metropolitana, una realidad que convive y se superpone a la España de las autonomías y de la que no se ha extraído el suficiente provecho para el proyecto de modernización de este país.
Queda ahora superada la vieja polérráca de si el cap i casal de Cataluña era un trasatlántico que se hundía. Seguramente esta revulsiva imagen sfirvió hace años para remover el autoconfort de una ciudad y de una nacionalidad histórica más apegada a la gloria pasada que a un presente entonces en declive. Aquejada, más que otras, por la crisis económica derivada de los sucesivos choques petroleros, Barcelona vivió los, primeros años democráticos su rivalidad respecto a Madrid con un cierto complejo derivado de la mayor explosión cultural y política en la que la capital de España bullía.
De ese mayor ritmo creativo del Madrid democrático surgieron también algunos espejismos. Pareció como si el vanguardismo barcelonés / catalán de los sesenta hubiera desembocado en el sumidero de la parálisis de los años siguientes. Ni tanto ni tan calvo. Si el vanguardismo y cosmopolitismo barcelonés de la década prodigiosa debió mucho a unas clases medias urbanas y profesionales metropolitanas y al calado de la lucha democrática en Cataluña, debió no menos al hecho de que la capital catalana distaba un kilometraje casi infinito de los centros de poder y control propios de la dictadura. Después, determinadas expresiones ideológicas (como algunas formulaciones nacionalistas defensivas), que han hecho del ombliguismo una de sus quintaesencias, acabaron por empalidecer la imagen de lo que muchos consideraban, no sin razones, emporio de algunas vanguardias.
Pero la polémica cede ahora paso a los hechos. Barcelona, como en su día lo hizo el Madrid de Tierno, emerge. Esta ambición que por distintos caminos se percibe puede encontrarse frente a algunas dificultades inmediatas. No es la menor, por cierto, el peligro de diluir los perfiles de esta gran ciudad con el argumento de que Cataluña no es sólo Barcelona. La aportación catalana al conjunto español, y europeo, trasciende a la de su primera ciudad. Pero Cataluña no puede ni diftiminar su gran baza ni desactivar su gran palanca: su capital.
Quizá el discurso de la descentralización autonómica haya que completarlo con la idea de la doble capitalidad metropolitana española -Barcelona, Madrid-, pero no sólo con ella. Sería mucho más fructífero un desafio policéntrico, con la activación de un gran fenómeno metropolitano, en el que otras ciudades, con sus caracteres específicos, como Valencia, Sevilla o Bilbao, son también expresión creativa de la modernidad de España. Por eso, ahora más que nunca, la perspectiva de los Juegos Olímpicos coincide con el interés común de todo este país. Los problemas de los transportes (aeropuerto, enlace ferroviario rápido con el resto de Europa), la descentralización de la política aérea, las obras públicas, el reto de las estructuras culturales, sin cicaterías derivadas de una imagen estrecha de lo catalán, son hoy en Barcelona, tanto como siempre, pero también más que nunca, desaflos a los que tiene que responder España entera.
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