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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un reto para el defensor

CON LA designación de Álvaro Gil-Robles como defensor del pueblo -ayer, por el Parlamento- se inicia un nuevo periplo en la corta historia de esta institución que puede resultar crucial para su supervivencia y definitiva consolidación. La amplia mayoría parlamentaria con que ha sido arropado el sucesor de Joaquín Ruiz-Giménez es un signo de confianza de las fuerzas políticas en el elegido, pero no prejuzga en absoluto que ello vaya a traducirse en un mayor reconocimiento del papel encomendado al Defensor del Pueblo como "alto comisionado de las Cortes Generales" para la defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos ante las administraciones públicas y sus agentes. La imagen de mercadeo y componenda que socialistas y aliancistas han dado en este asunto, primero con la defenestración de Ruiz-Giménez y después con la designación de Gil-Robles, no refuerza precisamente la convicción de que han actuado, sobre todo, en interés de una institución democrática que tantas esperanzas suscitó.Existen otros factores fuera de las Cámaras mucho más determinantes para el futuro de la institución, y que, si no se modifican en la etapa que se inicia, pueden provocar su enterramiento en lugar de su esperada resurrección. El enfeudamiento en el Ejecutivo o las desconsideradas presiones de este último, la insensibilidad de una Administración pública poco propicia a atender las quejas de los administrados y la falta de instrumentos legales que le doten de algo más que de fuerza moral son factores que, tal como se han revelado en los cinco años de mandato de Ruiz-Giménez, no sólo dañan el prestigio del Defensor del Pueblo, sino que impiden que su tarea tenga el mínimo de eficacia exigible por los ciudadanos.

No es seguro que Álvaro Gil-Robles vaya a encontrar esas ayudas. El partido del Gobierno, tras las confusas explicaciones iniciales, ha concluido por justificar la sustitución de Ruiz-Gimenez en la necesidad de consolidar "la gran tarea realizada" por el anterior Defensor del Pueblo. Pero está por ver si esta "sustitución relativa", como oficialmente ha sido calificada, sin duda para quitar hierro al relevo, va a significar un paso adelante o más bien un paso atrás en la consolidación de una institución que, más allá de las declaraciones rimbombantes, no goza demasiado de la estima del resto de las instituciones del Estado.

Que el nuevo Defensor del Pueblo sea el inspirador de la ley que regula esta institución y haya flanqueado a Ruiz-Gímenez como su primer adjunto desde 1983 puede ser un dato positivo a la hora de sacar el máximo partido a las exiguas competencias de que está investido. Pero también es lícito sospechar que su experiencia en el área decisoria de la institución del Defensor del Pueblo puede haberle inducido a adquirir los malos hábitos de la etapa anterior. Las referencias sobre el papel jugado en la sombra por Gil-Robles en la etapa de Joaquín Ruiz-Gimenez no son un buen augurio. Su presencia activa y persuasiva detrás de algunos clamorosos silencios de Ruiz-Giménez, entre ellos el vergonzoso episodio que representó la negativa a recurrir la ley antiterrorista, revela una especial vulnerabilidad del nuevo Defensor del Pueblo ante todo lo que pueda rozar las zonas sensibles del Estado. Precisamente aquellas en las que más desprotegidas pueden hallarse las personas en un determinado momento. La respuesta que se dé a estas situaciones puede dar a los ciudadanos una idea exacta de si ha sido un acierto o un error la designación del nuevo Defensor del Pueblo.

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