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Un siglo de medicina unidimensional

ENRIQUE CASTELLÓN LEALEl descubrimiento del bacilo de Koch en 1882, glorioso en la historia de la medicina, facilitó, sin embargo, una estrecha concepción biologista sobre las causas de la enfermedad en detrimento de los factores ambientales, en su mayor parte de índole social, que inciden en la salud de la población. Felizmente, en los últimos años se ha iniciado un cambio en el que la preocupación por la salud ha relevado a la enfermedad como eje de la filosofía sanitaria.

Cuando, el 24 de marzo de 1882, Robert Koch mostró en Berlín, ante la Sociedad de Fisiología, la prueba definitiva de que una microbacteria era la causa de la tuberculosis, el mundo científico recordó las palabras de Pasteur pronunciadas 12 años antes: "Está dentro de las facultades del hombre hacer desaparecer las enfermedades infecciosas de la faz de la tierra". Sin duda, ese deseo puede llegar a hacerse realidad, pero difícilmente en la forma que se suponía.El descubrimiento en sí, glorioso en la historia de la medicina, ocultó el hecho contrastado, que ahora conocemos, de la progresiva disminución en la mortalidad por tuberculosis desde la segunda mitad del siglo XIX. Y es preciso recordar que el primer fármaco antituberculoso efectivo -estreptomicina- fue introducido en 1947. Lo mismo puede decirse de otras enfermedades infecciosas de gran repercusión en la población.

Hoy sabemos que la explosión de la tuberculosis aconteció en la época de la revolución industrial. El hacinamiento, las penosas condiciones de vida, la malnutrición, el estrés y el agotamiento físico fueron circunstancias indudablemente responsables. Las reformas sociales iniciadas durante los años finales del pasado siglo, contuvieron la enfermedad. Sin embargo, el impacto de los numerosos descubrimientos de aquellos tiempos generó un movimiento en el ámbito sanitario cuyo influjo aún se hace notar, y cuyas consecuencias, paradójicamente, han desvirtuado el impulso humanitario que empujaba a aquellos apasionados científicos.

Enfermedades

Este movimiento, llamado etiológico, responsabiliza a una causa única -bien sea un microorganismo, bien sea una alteración molecular- de la génesis de todas las enfermedades y se contrapone de hecho a otra línea de pensamiento -ambientalista y centrada en el entorno- que estima que las enfermedades se originan por la agresión simultánea o concatenada de una serie de circunstancias del entorno, de las cuales la mayor parte son de índole social.

El estremecimiento que sacudió al mundo científico por aquella serie explosiva de descubrimientos provocó el convencimiento general de que todas las enfermedades respondían efectivamente a una sola causa, concreta, definida y de naturaleza biológica. En consecuencia, todos los demás factores extrabiológicos perdieron relevancia. Las repercusiones se hicieron sentir de inmediato: los Estados se despreocuparon de cuantas necesidades sociales significaban beneficios para la salud de la población y se limitaron a cubrir en algunos casos los costes de la enfermedad.

Aún más: surgieron nuevas actividades industriales y nuevas formas de relaciones de trabajo agresoras de los individuos y degradantes de la naturaleza. De forma paralela, y quizá en desequilibrada compensación, se, creaban complejas estructuras sanitarias donde atender a aquellos que, supuestamente y por motivos en exclusiva biológicos, enfermaban.

Los médicos también aceptaron de manera masiva la teoría etiológica. La realidad es que ofrecía numerosas ventajas, y no es la menos importante el hecho de que les otorgaba el monopolio efectivo del mercado salud / enfermedad, al tiempo que reforzaba el carácter de dominio de la ciencia médica. Nada extraño al orden biológico-natural podía afectar la salud de las personas.

Como consecuencia de ello, la importancia social de los médicos se hizo extraordinariamente relevante. Los hospitales, convertidos en sus centros preferidos de trabajo, crecieron como estructuras gigantescas, alrededor de las cuales giraba la mayor parte de cuanto se refería a sanidad. De manera inevitable, la progresiva especialización -en ocasiones, desintegradora del conocimiento- y la utilización de tecnologías punta fueron los siguientes pasos.

Pero, por supuesto, el sustrato teórico fundamental no se había modificado: rastrear, diagnosticar y tratar si fuera posible la última y, en definitiva, única causa de la enfermedad. Ello no obsta para que, aceptando que el avance científico ha sido impresionante y que su descalificación sería absurda, sea preciso preguntarse qué hubiera sucedido de no olvidar las implicaciones médicas de los factores económicos y sociales o de no considerar la tecnología como un fin en sí misma.

El resultado no deseado, pero inevitable a la vista de todo lo anterior, fue que toda actividad médica extramuros del hospital se consideró secundaria a todos los efectos. Los médicos preferían ir a trabajar a los hospitales, y sólo aceptaban la alternativa de la medicina extrahospitalaria cuando la primera opción fallaba. La formación y educación médicas en este ambiente difícilmente preparaban para una actividad profesional huérfana de la sofisticación técnica. Y, ciertamente, nunca se situaron recursos fuera de los hospitales. Por ello, las áreas alejadas de éstos fueron castigadas de hecho a no recibir asistencia sanitaria con unas garantías mínimas.

Pero, con el efecto de un bumerán, los hospitales también fueron víctimas -lo siguen siendo ahora- de la dinámica creada. La población que por motivos geográficos tenía fácil acceso a ellos carecía de todo interés, debido a una razonable falta de confianza en las alternativas, en utilizar otros sistemas, rurales o urbanos, ambulatorios mientras pudiera evitarlo.

Tampoco los médicos extrahospitalarios, abandonados, frustrados científicamente y sin medios, tenían interés en evitar que sus pacientes sobreutilizaran los servicios hospitalarios. Y he aquí, tal vez expresado de una manera simplificada y rápida, cómo una concepción estrecha sobre lo que causa la enfermedad generada hace un siglo condujo en primera instancia a la explosión de una medicina científica centrada en sí misma y progresivamente alejada del hombre y su medio, al crecimiento alocado y desordenado de numerosos hospitales y, finalmente, a la fractura de un sistema vivido como frustración, fracaso e insatisfacción de médicos y ciudadanos.

Los hospitales se desarrollaron captando las mayores partidas del presupuesto, los más prometedores posgraduados que iniciaban su formación y, en general, los mejores profesionales. El resto del dispositivo asistencial sanitario quedó exangüe. El esfuerzo de algunos médicos rurales por atender dignamente a sus pacientes y mantenerse al día en el terreno científico revestía caracteres de heroicidad.

De forma esperanzadora, en los últimos años, los valores sociales han iniciado cambios irreversibles en todos los ámbitos de la vida. La preocupación por la conservación del medio ambiente ha llevado a una toma de conciencia de los peligros que su deterioro conlleva para los seres humanos. Se asienta definitivamente el entorno como condicionante del desarrollo positivo de la humanidad. Como reflejo particular de este cambio de valores, la salud ha relevado a la enfermedad como eje de la filosofía sanitaria.

Salud pública

Se habla de salud pública, indicando con ello la explícita conversión de la salud en un bien que ha de alcanzar a todos. La consideración de ésta como un continuum definido en términos de bienestar (con frecuencia se añaden los términos biológico, psicológico y social) permite hablar de "incrementos positivos de salud". Este concepto tiene un evidente engarce con el entorno -natural y social-, y por ello arrastra tras de sí la postergada teoría ambientalista. Promocionar la salud supone indudablemente mejorar la asistencia sanitaria, pero eso tan sólo constituye un objetivo entre otros muchos. También supone -o debe suponer- mejorar las condiciones de vida y de trabajo, evitar la malnutrición, el hacinamiento y la carencia de viviendas e infraestructuras adecuadas.

Acercarse al individuo y a la comunidad, y a las condiciones de su entorno, es el reto que se plantea a la organización de los servicios sanitarios. El desarrollo de la atención primaria, junto con la revisión del papel tradicional del hospital hacia un enfoque superador de las insuficiencias del modelo anterior, debería ser la respuesta adecuada. Conceptualmente, y en la práctica, la atención primaria aproxima la medicina al entorno del hombre.

Este desarrollo supone la creación de equipos formados por especialistas en esta modalidad de asistencia, dedicados a promocionar la salud de la población mediante la atención a los múltiples factores ambientales. Supone, por otra parte, la transformación de los hospitales, aunque no participen por su propia naturaleza de esa vocación ecológica de los centros de atención primaria y tengan inevitablemente un fuerte componente técnico, desde su deshumanizada situación actual como templos de la tecnología punta hacia estructuras integradas en las áreas de salud, identificados con las necesidades de la población en la que están inmersos y dirigidos a su satisfacción.

Sin perder su nivel tecnológico, han de situarlo en su justo término -esto es, por detrás del hombre y por delante de la enfermedad-, lo que supone invertir el sentido que hoy día lleva a la técnica obsesivamente tras las huellas de la enfermedad y precediendo -a veces a gran distancia- al ser humano en toda su dimensión.

subdirector provincial de Servicios Sanitarios del Insalud de La Coruña, es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales y doctor en Medicina.

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