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Un halo que llena el espacio escénico

Hay actores sobre los que flota, desde el principio de su carrera, una especie de halo que puede hacer decir de ellos que van a ser primeros actores. Esta condición misteriosa y extraña no depende algunas veces de una perfección artística o de una calidad excepcional, sino de una forma de llenar el espacio escénico, de estar y moverse en el entorno de sus compañeros o de comunicar con el público. Una personalidad.Carlos Lemos fue desde el ya lejano origen uno de esos dotados; saltó los baches de su juventud, donde la imprescindible adscripción a los desagradecidos tipos de galán es siempre un límite, y cuando llegó a los personajes de peso, a aquellos en los que es preciso jugar una totalidad artística y dar precisamente esa medida de fondo, ganó ese título de primer actor que llevaba consigo como los soldados de Napoleón llevaban en la mochila el bastón de mariscal. Soldado sobre todo de José Tamayo, bajo su dirección hizo los que probablemente fueron los dos mejores papeles de vida: el Willy Loman de La muerte de un viajante, de Miller, en la versión de José López Rubio, y el Max Estrella de Luces de bohemia, de Valle-Inclán. Son dos personajes que tienen en común el fracaso y la muerte, pero, al mismo tiempo, les separa la inmensa distancia de las conductas y del enfrentamiento con el final. Carlos Lemos supo ser el viajante devorado por una civilización, deshecho por la ansiedad de sobrevivir, cegado a veces por la mezquindad de una, ilusión fugaz; una víctima de una maquinaria obstinada y ciega. En Max Estrella, por el contrario, vivía el último paseo del gran hombre hacia la muerte con entereza y arrogancia, y era la sociedad esperpéntica y decadente la que se desmoronaba en torno a él.

El continuo duelo mantenido con otro gran actor, Agustín González (en Don Latino de Híspalis), que venía a ser como una dialéctica entre la grandeza vencida y todavía soberana y el cinismo burlón y pícaro, fue uno de los buenos momentos del teatro español de estas últimas pobres décadas.

Papeles de carácter

Carlos Lemos ya no llegó joven a esta versión de Luces de bohemia, en 1971. Había alcanzado esas cumbres siempre con papeles de carácter, con figuras predestinadas; fue después descendiendo el ritmo de su esfuerzo con el desgaste de su juventud, pero sin dejar nunca de trabajar y sin perder sus atributos. No hay que olvidar, entre ellos, la voz y el oficio para usarla, que hizo de él uno de los últimos entre los que sabían decir el verso clásico: quedan en la memoria los calderones en los que su capacidad declamatoria sobresalía de los demás; probablemente el último que interpretó y en el que la nueva escuela no consiguió arredrar su estilo fue La hija del aire, en 1981.

Pero ya le había llegado la edad de los papeles pequeños, del lustre de su nombre como una colaboración o como una aparición especial. El último que recuerdo de él en Madrid fue en Madre Coraje (dirección de Lluís Pasqual), en el teatro María Guerrero, en febrero del año pasado. Aunque no sé si aún continuó con algunas giras, llevando sobre sí la carga de la vejez y del pasado perdido (que se soporta peor), y ese duro destino de tener que seguir trabajando para sobrevivir.

Con Carlos Lemos la vieja escuela de hacer teatro pierde uno de sus últimos soportes. Desgraciadamente son pérdidas insustituibles; precisamente cuando el teatro se afana en buscarse a sí mismo rehaciendo su repertorio, faltan ya aquellos maestros que lo sacaron adelante con un espíritu y un brío, una capacidad de entrega y un olvido de horas y de incomodidades; con el tesón y la afición por encima de todo, incluso de las condiciones del papel. Carlos Lemos respondió siempre a este retrato genérico.

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