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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Esto no funciona

LA ATMÓSFERA general de desaliño de la empresa española de servicio público conoce estos días la aportación caótica del servicio de Correos, gravemente colapsado, para perjuicio de particulares y de empresas que ya no tienen más remedio que entronizar los servicios privados de mensajería.El caos de Correos, que se suma al tradicional retraso del servicio en la distribución de la correspondencia, no tiene horizontes visibles de arreglo por una grave imprevisión administrativa- El despido de 2.000 empleados, previsto desde el momento de su contratación temporal, ha sorprendido a sus propios planificadores, que no son capaces de poner a trabajar a los nuevos contratados -en número, sólo la mitad de los despedidos, para ahorrar en puestos de trabajo lo que se gasta en propaganda- hasta quizá dentro de mes y medio.

El resultado de este caos se mide en millones de envíos postales -tan sólo en Barcelona, dos millones de cartas y paquetes- sin entregar. El perjuicio para todos los sectores de la, población es incalculable, y afecta sobre todo a aquellos que confían en el envío postal para obtener la información precisa para aspirar a un empleo, para efectuar transacciones comerciales o simplemente para recibir noticias de sus allegados.

La situación de Correos es una metáfora de la que padece el servicio público español, cuyos administradores planifican mal, permiten el descontrol y además no explican u ocultan las razones por las que su gestión no impide la ineficacia. La estampa de los retrasos reiterados de Renfe, sin que el usuario reciba excusas, es acaso una de las más transparentes imágenes del caos. Pero últimamente los ejemplos se multiplican en numerosos sectores. Un mes después de su naufragio en costas gallegas, el Cason sigue bamboleándose con los restos de su carga, mientras se regatea en tomo a la factura de su arrastre hacia el desguace. La prueba del accidente ha dado el resultado de la incompetencia máxima y de la invasión de chapuzas de que todavía este país es capaz.

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No es sólo un problema de incidencias espectaculares o de sucesos imprevistos, sino de la pura y mera vida cotidiana. No se ha sabido aún hacer frente a las formas técnicas de la sociedad democrática afluyente, en la que los ciudadanos, fieles cumplidores de toda la gama de impuestos que se les ha venido encima -y es un fenómeno sociológico digno de estudio la paciencia con que los contribuyentes guardan cola en las oficinas correspondientes para pagar contribuciones diversas-, tratan de utilizar los servicios públicos. Unos servicios que están pagando y el derecho a cuya utilización se garantiza por el Estado y por el Gobierno que los administra, no pobre por cierto en sus propios medios ni en la promoción a esas funciones de personajes grandes y pequeños en los que sin duda creen por antigua fe política y amistosa.

Este sujeto fiscal ve cómo se detienen las ruedas de la justicia o cómo huyen al extranjero presos o procesados de una cierta calidad social y de alguna significación política, mientras él mismo es maltratado desde la puerta de la calle de los juzgados hasta los mismísimos grandes despachos, si le dan acceso a ellos y si coincide con los horarios estrictamente personales de quienes tienen la magnanimidad de recibirle. O cómo se le aplaza eternamente la atención médica que él y sus empresarios han pagado puntualmente; y cómo, cuando la puede recibir, siempre hay falta de tiempo, de profesionales, de medicamentos o de aparatos. Cómo sus cartas no llegan y sus trenes no arrancan, y sus aviones no despegan y sus teléfonos no se oyen. Cómo es posible que pasen meses y hasta años hasta que comience a percibir la pensión que ha estado esperando durante toda una larga vida de trabajo.

Tiene, en cambio, el disfrute de la imagen de esos servicios, la agudeza de los creativos de publicidad o la atención de los empleados de relaciones públicas, que muchas veces se limitan a tratar de ejercer sus presiones sobre los periódicos y los otros medios de comunicación que no dependen de ellos para que el sentido del caos, y de la ineptitud o de la inoperancia, no se reflejen con toda la crudeza que merecen. Crudeza que el mismo ciudadano advierte sin que nadie se lo diga cada vez que tiene que hacer un movimiento. Literalmente: un movimiento dentro de su ciudad, donde el tráfico también se colapsa. Y de cuando en cuando recibe broncas por tratar de utilizar aquello que ha comprado por la sombría y dudosa vía fiscal.

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