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Crítica:MÚSICA CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La cultura honda de Rostropovich

Una vez más, el arte de Rostropovich ha conmovido a un público que acudió al teatro Real por doble razón: escuchar el convulsivo concierto de Dvorak, protagonizado por Rostropovich, y felicitar al Rey en su cincuenta aniversario. López Cobos dio a la fiesta carácter entrañable al dedicar a los Reyes unos compases de música española: los trazados por Jerónimo Giménez para La boda de Luis Alonso y al entonar el típico Cumpleaños feliz.

Si en lugar de comenzar el programa por la Obertura para una fiesta académica, de Brahms, con su cruce de cantos estudiantiles y universitarios, López Cobos hubiera incluido una página española representativa, el acto, desde el punto de vista musical y simbólico, se habría redondeado. Mas si, como sucedió, la versión de lo que Brahms autodenominaba, con evidente injusticia, "alegre selección de melodías a lo Suppé", no obtuvo una ejecución precisamente ejemplar.

Concierto homenaje al rey Juan Carlos

Orquesta Nacional. Director: Jesús López Cobos. Solista: Mstislav Rostropovich. Obras de Brahins y Dvorak. Teatro Real, 5 de enero.

El repertorio de Rostropovich es amplísimo en autores contemporáneos, y entre el medio centenar de títulos estrenados y con frecuencia promovidos por el gran violonchelista aparece, con dos obras, el español Cristóbal Halffter. Pero, en ocasión más popular que solemne, Rostropovich escogió el gran clásico de violonchelo y orquesta, quizá la partitura más brillante pensada para el instrumento y, sin duda, una de las más bellas de su autor: el Concierto en si menor, opus 104, del checo Anton Dvorak.

Nada hay que decir sobre la partitura, instalada de modo inamovible en el repertorio; podría escribirse muy largamente sobre la versión de Rostropovich, si es que decir que tocó no lo sugiere ya todo.

Una vez más, en sus manos volvimos a estrenar el concierto de Dvorak, pues el violonchelista consiguió superar sus propias versiones. Hubo momentos en los que nadie respiraba siquiera -como la entrada del segundo tema en el allegro inicial-, pues el cantabile, el pianisimo y la calidad sonora elevaban la exposición a las más altas regiones. El arco interminable de Rostro se recreó durante todo el meditativo movinúento central para cobrar ímpetu, energía sin aristas, acentuación justa, en el rondó conclusivo, tratado por el compositor con extremada libertad obediente a la sustancialidad musical.

De improviso surgió una nueva magia: el episodio moderato en sol mayor, un tanto beethoveniano, seguido por el diálogo entre solista y orquesta. Hizo maravillas Rostropovich en el largo, moroso final: un pasaje en el que el compositor parece resistirse a dar el adiós a su obra. La explosión entusiasta -bravos, ovaciones sin fin, salidas incontables- fue correspondida por el solista con una turbadora versión de la Zarabanda en do menor de Juan Sebastián Bach.

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