Los drogadictos de juguetes
(Epifanía de la puerilidad)
La fiesta del juguete suele cerrar la Navidad. Pero no faltan agoreros cuyas quejas lamentan que las cosas no son ya lo que eran: el más desaforado consumismo trastoca hoy el regalo de juguetes en ostentosa prodigalidad, haciendo de los niños una especie de nuevos ricos notoriamente horteras, más atentos a caer en la tentación de una publicidad oligofrénica que a obedecer con aplicación las enseñanzas de la sensatez pedagógica. Cabe hacerles a tales voces el honor de la escucha: en efecto, las funciones del juguete, tras un acelerado proceso de cambio social, se están modificando hasta alterarse en lo sustancial, al pasar del ámbito artesanal (en el que los juguetes eran producidos y consumidos individualizadamente, a mano y con mimo duradero) a la esfera industrial (en la que producción y consumo se siguen en masa y en serie, de acuerdo a técnicas estandarizadas de publicidad y mercadotecnia).El juego es una actividad imprescindible para las crías de los mamíferos superiores, pues sólo mediante la interminable repetición de rutinas lúdicas (los juegos) puede adiestrarse el desarrollo psicomotor de la corteza cerebral: por eso conviene que los juguetes duren, para que puedan ser usados y abusados una y otra vez. Pero hoy se producen tales embotellamiento s de juguetes, de tantos como se regalan para usar y tirar tras jugar con ellos muy pocas veces, que ya no puede producirse la necesaria cantidad de repetición que la función neurofisiológica del juguete requiere: son tan efimeros que ya resultan obsoletos antes de que puedan empezar a divertir.
Antaño los juguetes se regalaban como premio al buen comportamiento, pudiendo ser así utilizados dentro de una estrategia educativa de estímulos y refuerzos encaminada a lograr el autocontrol por parte del niño: el juguete era un medio al servicio de fines pedagógicos. Hoy, por el contrario, el juguete ya es un fin en sí mismo, que se regala con independencia de que haya o no buen comportamiento, sin que pueda por ello ser utilizado como estímulo educativo: el niño, haya cumplido o no con su deber, se cree con derecho a su ración de juguetes. En fin, si antes los críos recibían juguetes como si fuesen regalos (fiestas: acontecimientos excepcionales y suntuarios, capaces de romper el ordenado cumplimiento de la disciplina cotidiana), hoy los toman como si fuesen artículos de consumo (mercancías: que se utilizan prosaicamente más por su rutinaria funcionalidad que por el placer de su uso). En suma, y como diría Finkielkraut, ha terminado por completarse la total puerilización de los juguetes: ya no pueden servir como instrumento emancipador ni como medio de liberación.
Los adultos, con absoluta hipocresía, cargamos toda la culpa sobre la publicidad: perfecto chivo emisario, encantado de poder encargarse de todo. Sin embargo, esta degeneración del juguete sólo es producto de nuestra mala conciencia: para no tener que atender a los niños y poder desentendernos de ellos, los sobornamos a fuerza de juguetes, permitiéndoles creer que es el salario profesional que reciben para que se recluyan en su propia puerilidad. Pues forrar su vida de juguetes implica enclaustrarlos en el síndrome de Peter Pan, bloqueando su salida de la infancia: como si la toxicomanía del juguete generase una adicción tanto más insaciable cuanto más satisfecha.
Ello resulta paradigmáticamente representado por el síndrome de los Reyes Magos (correlato de la publicidad como figura que permite eludir la responsabilidad paterna): la gran mentira piadosa que simboliza esa larga serie de mentiras con que los adultos engañamos a nuestros hijos haciéndoles creer que son los reyes de la casa y los seres más queridos, cuando en realidad los hechos objetivos prueban precisamente lo contrario. Es curioso que las mentiras piadosas, como las medicinas, se administren sobre todo a las personas que se hallan en las etapas iniciales y terminales de la vida (niños y ancianos), cuando la responsabilidad civil está más disminuida: en situaciones precisamente de minoría de edad, legal o figurada, cuya consecuencia es la irresponsabilidad. A tal condición, referida a la infancia, se la denomina piadosamente como inocencia o ingenuidad, entendida como carencia del uso de la razón, que revela una presunta incapacidad infantil para soportar la verdad, para sufrir el choque con la realidad. Bajo tal presupuesto, los adultos apartamos a los niños de la realidad, logrando que la eviten y la teman: ¿Qué es la puerilidad, más que el temor a la realidad, el temor a la verdad? ¿Y qué es el juguete, más que un sucedáneo edulcorado, un simulacro muy maquillado de la realidad, para que ésta parezca una ilusión inofensiva en vez de la temible verdad? A los niños se les engaña por temor a decirles la verdad. Y se les induce a tomar su vida a juego para evitar tomar en serio su vida. Pues lo grave de la puerilización de la infancia no es que los niños quieran seguir jugando eternamente, sino que ya no sepan ni puedan dejar de jugar ni aun cuando quieran.
Al igual que sucede con las democracias parlamentarias, cuyos electorados se comportan con tanto mayor conformismo cuanto más puedan creer en la verosimilitud de sus familias reales, también en el interior de cada hogar los niños tanto más puerilmente se portan cuanto más puedan creer que los Reyes Magos existen de veras en la realidad. Puede hablarse así de una cierta democratización de la puerilidad, pues si bien continúa dándose una grave desigualdad económica entre los juguetes que reciben los niños de una u otra clase social, todos ellos, sin embargo, participan por igual, sin distinción de nivel o situación, de las mismas expectativas ilusorias: si a todos los niños no puede regalárseles lo mismo, sí puede engañárseles por igual.
¿Por qué se crean ilusiones falsas, que luego habrán de ser necesariamente frustradas? Las de los Reyes es la gran metáfora de nuestra cultura. A todos se nos dice que podemos aspirar a lo máximo, que debemos desear lo mejor y que tenemos derecho a querer ser como el que más: las aspiraciones y las expectativas (el qué querrás ser de mayor) se han efectivamente democratizado. Pero no así las realizaciones prácticas, ni tampoco las oportunidades vitales, pues aunque se hayan nivelado las esperanzas y las voluntades, no se han nivelado, ni mucho menos igualado, los medios necesarios para colmar esas aspiraciones y satisfacer esas expectativas. El resultado, al ser muchos los llamados pero pocos los escogidos, es un estado de frustración generalizada, no pudiendo casi nadie cumplir su voluntad así desenfrenada. Éste y no otro es el síndrome de los Reyes Magos: ¿qué querrás que de mayor te depare la vida?
El efecto epifanía no es, pues, que el Niño se aparezca a los Magos, sino que la magia del éxito se aparezca a la infancia: que se encienda en cada niño el mismo deseo de ascensión y triunfo social. Yo mismo, de hecho, Regué a creer un día que los Reyes Magos en persona se me aparecían: y que lo anunciado por su estrella era el brillo de mi propia vida.
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