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Dos temas claves para un congreso

En estos cinco años el Gobierno ha dejado caer las tres grandes ofertas que provocaron el entusiasmo electoral de 1982: sacarnos de la OTAN; luchar prioritariamente contra el paro, de modo que el objetivo principal de la política económica fuese crear no sé cuántos puestos de trabajo, y hacer que este país funcione, lo que hubiera significado una transformación radical, es decir, desde la raíz, de las administraciones publicas, así como una relación nueva, más transparente y democrática, entre los ciudadanos y los administradores.Tres objetivos que entonces resumíamos en una misma aspiración: "Una salida progresista de la crisis". Por tal los socialistas entendíamos una política dirigida a afianzar nuestra soberanía fuera de los bloques militares, aumentar la eficacia productiva, sin por ello plegarse a los intereses de la clase dominante, reducir el paro con una política imaginativa en las fronteras del sistema, y, como colofón, favorecer la participación de amplios sectores sociales, contribuyendo así a una democratización moderniz adora de la sociedad española. En este sentido, España necesitaba, y sigue necesitando, una pasada por la izquierda, que la derecha tildaba y continuará tildando de utópica, imposible, desestabilizadora o desgraciada, ya que cuestiona las bases mismas de su dominación económica y social. Se trataba, sí, de modernizar el país, pero desde la izquierda, desplazando el poder a ámbitos más amplios que incluyeran a las clases trabajadoras.

De igual forma que el referéndum para salir de la OTAN se convirtió en uno para quedarse, la "salida progresista de la crisis" se ha traslocado en simple salida de la crisis por las vías más conservadoras y ortodoxas. En consecuencia, la prioridad anunciada de crear puestos de trabajo -lo que suponía ensayar nuevas sendas y verícuetos- quedó desde un principio sustituida por los objetivos ortodoxos de disminuir la inflación y aumentar el excedente empresarial, en la idea, por lo demás harto discutible, pero que constituye el dogma definitorio de la derecha, de que al final funcionase la concatenación de estos tres elementos, aumento de los beneficios empresariales, incremento de las inversiones y creación de empleo.

La disminución del paro a cuotas tolerables dentro de un plazo prudencial está aún por ver, y cabe albergar fundadas dudas, pero lo que ya parece claro es que la salida de la crisis que ha propiciado el Gobierno ha coadyuvado decisivamente a que las clases dominantes hayan recuperado el control pleno de la situación. Sin tener que recurrir a la violencia, como lo hicieron en etapas anteriores, han logrado salvar un bache peligroso, al haber coincidido otra vez la crisis económica con la política. En cambio, las clases trabajadoras no sólo han perdido poder adquisitivo -incluso en los dos últimos años de crecimiento positivo, los incrementos salariales han sido más bajos que los porcentajes medios en el período de 1974 a 1983-, sino que se encuentran objetivamente más debilitadas y subjetivamente defraudadas, lo que es mucho más grave. La marginación de una porción creciente de la población -jóvenes, parados, jubilados- incita a actitudes egoístas de supervivencia,con una desconfianza creciente frente a cualquier acción solidaria, sea ésta sindical o política.

Aquí se inscribe el conflicto Gobierno-sindicato, sin duda el más grave de los que sufre hoy el proyecto socialista, y que presenta dos aspectos muy distintos. Uno, interno: cómo redefinir las tareas del sindicato en la nueva sociedad dual que configura la salida capitalista de la crisis; de un lado, una población integrada, con expectativas de mejora si se atiene a las reglas del juego capitalista, entre las que la solidaridad de clase no es una virtud pertinente; de otro, una población marginada, en rápido aumento y sin la menor perspectiva de futuro, a la que dificilmente pueden llegar los sindicatos, al carecer de un puesto de trabajo. La población integrada cree poder pasar de los sindicatos, al menos de estos sindicatos, y la marginada no tiene acceso a ellos. En semejante coyuntura, los sindicatos luchan por la mera supervivencia, si es que no están dispuestos a asumir el triste papel que desempeñaron en el régimen anterior de organismos semiestatales, financiados por el erario y dependientes del Gobierno de turno.

El segundo aspecto se refiere a las enormes dificultades, si no imposibilidad absoluta, de negociar con un Gobierno que presenta la política conservadora que realiza como expresión última de la razón económica, sin modelo alternativo concebible, dispuesto a negociar los detalles y las cifras, pero no la concepción global, mientras que los sindicatos, como en general toda la izquierda, son conscientes de que la política económica del Gobierno ha contribuido decisivamente al fortalecimiento de las estructuras económicas y sociales de dominación, a la vez que al debilitamiento de las clases trabajadoras en formas y grados que hace cinco años hubieran sido inimaginables.

Estos dos aspectos del problema, cada uno de dificil solución, todavía se enmarañan más con el modelo caudillistaclientelista de partido, predominante en un país que ha inscritoen sus banderas la modernidad y modernización, pero que no tolera el comportamiento crítico y responsable, propio del ciudadano libre que creó la modernidad. En el modelo actual de poder no cabe otro dilema que seguídismo o confrontación, a menudo después de un seguidismo hasta límites inverosímiles, la confrontación, actitudes ambas igualmente destructivas. El desfase que vivimos al final del franquismo entre el grado de modernización de la sociedad y el tipo de poder personal sigue operando en el interior de los partidos, lo que los hace especialmente frágiles y quebradizos, hasta el punto de constituir hoy por hoy la mayor amenaza para la estabilidad democrática.

El próximo congreso del PSOE se enfrenta a dos problemas de cuyo planteamiento y solución depende no ya el proyecto socialista, sino tal vez el futuro de la democracia española. El primero es el sindical; el segundo, la redistribución democrática del poder en el interior del partido. Ambos están estrechamente relacionados: el conflicto Gobierno-sindicato ha adquirido tanta virulencia y peligrosídad por no existir el partido como instancia democrática de mediacióny negociación. Me temo que la inercia interna de una organización caudillista, que considera deslegitimadora cualquier posición que no cuente con la aprobación explícita del jefe, y el seguidismo que caracteriza al sistema clientelista harán vanos los esfuerzos por convencer a los delegados de lo mucho que nos estamos jugando los españoles con estas cuestiones.

Me he lanzado al ruedo, consciente de mis escasas fuerzas, dispuesto a recibir los palos que me correspondan, para no tener un día que hacerme el reproche de que tiré la toalla antes de tiempo. La vida no es más que una serie de luchas que sabemos de antemano perdidas, y, sin embargo, sentimos que no podemos abandonar el combate sin perder algo que probablemente pertenezca a un pasado ya definitivamente ido, la dignidad del ciudadano libre.

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