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Diálogo de ciegos

En mis años de estudiante de bachillerato en Granada, por los primeros cuarenta, vivía yo en una pensión de la calle de San Matías, donde éramos media docena los huéspedes estables y bastantes los que iban y venían, los que allí se hospedaban de cuando en cuando, siempre que sus negocios, enfermedades o diversiones los traían a la ciudad. La mesa era común y las sobremesas se alargaban en pláticas y discusiones. Uno de los frecuentes temas de conversación era el de los toros -época de Manolete y Arruza-, que solía sacar sistemáticamente, cuando había huésped de paso, uno de los estables, oficinista viudo y cincuentón, el cual desdeñaba al torero cordobés, ponía peros a las filigranas del mexcano en el tercio de banderillas, protestaba del peso de los toros que se solían lidiar, no tragaba a Belmonte y consideraba que, con Joselito, había muerto el buen hacer taurino y que todo se había convertido desde entonces en fraude, engaño y trapacería. Hablaba desahogadamente, con fanático convencimiento, sin aceptar otras razones, sin reconocerle a nadie autoridad. Y hasta tal punto llegó en sus afirmaciones y desplantes, una noche, hablando con un banderillero que había caído por la fonda, que fue necesario mediar para que no llegaran a las manos. Y supe entonces, por otro de los huéspedes antiguos, que el tal taurómano deslenguado y provocador no había asistido jamás a una corrida de toros y, como tampoco iba al cine, ni siquiera había visto actuar en imagen a los diestros de la época, que de cuando en cuando aparecían en el No-Do.La confidencia me dejó estupefacto, y desde luego pude comprobar más adelante su exactitud y veracidad. Fue para mí una inolvidable lección práctica, que me alertó tempranamente ante un hecho que de modo constante se repite y que posiblemente constituye el más ejercitado vicio nacional: el hablar de oídas. Nuestra lengua ha acuñado la expresión diálogo de sordos para referirse al de aquellos interlocutores que no atienden las razones del contrario, que se encastillan, sin reflexión, en sus convicciones, sin escuchar los argumentos que las podrían modificar. Pues bien, yo me atrevería a proponer la denominación correlativa de diálogo de ciegos para el que se mantiene entre personas que no es que desestimen los razonamientos del interlocutor, es que desconocen aquello de que se está hablando y se permiten, no obstante, discrepar.

He residido en Washington hasta un total de siete meses, en dos estancias separadas por un intervalo temporal considerable. Algo sé de aquella ciudad, algo he visto y apreciado en ella. Pues me encontré no hace mucho enredado en una discusión, durante una fiesta, con dos contertulios ocasionales, uno de los cuales no es que no conociera la capital estadounidense, es que ni siquiera había cruzado jamás el Atlántico, y el otro, que sí había estado allí formando parte de una comisión oficial, sólo había permanecido tres días. Ambos se quitaban la palabra de la boca para ilustrarse sobre ella y sacarme de mis errores al respecto. Comprendí al rememorado banderillero, de mi adolescencia, al que tuvimos aquella mentada noche que sujetar.

No es tanto la sordera como la ceguera la que puede abrir abismos en el entendimiento. No es la desaprobación de las manifestaciones del contrario, es el desprecio por lo real, la ofuscación que impide ver lo que a la vista está.

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Acabo de leer la última novela de Miguel Delibes, 377A, madera de héroe. Creo que refleja, como tal vez no lo haya hecho ninguna otra novela de la guerra civil, la terrible ceguera de aquel enfrentamiento. En dos páginas del capítulo XI se cuenta un episodio espeluznante: el protagonista, Gervasio, acompañado de su tío Felipe Neri, descubre en la mercería de su familia paterna el macabro espectáculo de los cuerpos, ya en descomposición, de sus tíos Norberto y Adrián, que han sido asesinados y sus cadáveres ultrajados y profanados después. Los ojos de su tío Felipe Neri, desolados, opacos, parecían decirle: "Olvida este horror. No creas lo que has visto. Bórralo de tu memoria y achácalo a la fatalidad de las cosas naturales". Y tal exhortación muda actúa eficazmente sobre el protagonista, que arrincona tal hecho en su memoria y sigue obrando de oídas hasta mucho después.

Hay, pues, cegueras reales y cegueras voluntarias, voluntad de ceguera. Se vuelve la mirada hacia otrolado y se pone uno a pontificar sobre aquello cuya vista elude.

Hilo todas estas cosas, recuerdos y viejas reflexiones, porque una entrevista que me hizo Lola Galán para este periódico, y que se publicó en su suplemento de Educación del martes 27 de octubre, ha levantado cierta polvareda y sobre ella han menudeado las cartas al director. Y no han sido pocas las personas que me han pedido que conteste, que entre en liza con los detractores y discrepantes, aunque sólo sea para alentar las voces favorables y para agradecer el brillante artículo con que me apoyó Luis Goytisolo el 6 de noviembre, o la enjundiosa reflexión de José-Carlos Mainer, Los nuevos austro-húngaros, publicada el jueves pasado.

Pero ¿cómo entrar en un diálogo de ciegos? Porque la razón de tal entrevista era la existencia y el contenido de mi libro Lengua española y lenguas de España, y ni uno solo de los detractores se ha tomado la molestia de hojearlo siquiera, cuanto menos de leerlo, lo que ya ocurrió cuando se presentó el libro, a primeros de marzo, y hubo periódicos que recibieron cartas de ese jaez, sin otra referencia de los apresurados corresponsales que los comentarios publicados acerca de la presentación.

Mis únicas respuestas posibles a esos vehementes grafómanos, que se hacen preguntas acerca de mí y de mis opiniones o acerca de las fuentes documentales o bibliográficas que haya podido utilizar, están escritas en las 159 páginas del volumen, no tantas como para que su lectura pueda espantar a nadie. ¿Cómo se me iba a ocurrir a mí decir nada del vasco y de sus variedades, por ejemplo, si no fuera apoyándome en la autoridad de Luis Michelena, de Julio Caro Baroja, de Pedro de Yrízar o de Jacques Allières? Que lean el libro, por favor, y dejen de invocar a Mitxelena, escrito así, sacralizado desde su muer

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Diálogo de ciegos

Viene de la página anteriorte reciente, porque Michelena, aparte de haber sido mi fuente, era amigo mío, por mor de la geografía lingüística que a ambos nos apasionaba desde 1956.

Podré responder a las críticas que se hagan sobre el libro, que tengan en cuenta todo lo que allí se dice y las fuentes de información utilizadas. Podré corregir un dato cuando se me proporcione alguno más fiable, retirar una afirmación si se me demuestra que es errada, añadir otros testimonios que puedan contradecir a los que aduzco.

Los que sí lo han leído, como Goytisolo, Mainer y algunos de los que han participado, en la polémica, parecen mostrarse sustancialmente de acuerdo. Lo que resulta casi obligado, porque la obra casi no es otra cosa que una relación de hechos comprobables, una enumeración de cifras publicadas, un recordatorio de límites geográfico-lingüísticos bien conocidos, en resumen, una lista de evidencias.

Mal asunto las obviedades para los voluntarios de la ceguera, para los que discuten de toros y toreros, pero no van a las corridas, nos aleccionan acerca de cómo es la vida en Rusia aunque no hayan salido de Alcorcón, juzgan a escritores que no leen y dan sus inevitables palos de ciego, sustituyendo el conocimiento por la suposición, el saber por la creencia y el argumento por la injuria.

Imposible entrar en ese diálogo. Prefiero, con mucho, el de sordos. Aunque no se atiendan los argumentos, al menos se oyen y pueden quedar en la memoria, lo que permite, a veces, que se recuerden luego, se reflexione sobre ellos y se moderen las propias opiniones. Para que haya diálogo de sordos es necesario, al menos, ver primero aquello de lo que se está hablando, conocer el objeto de la discusión. Y la desfachatez con que actúan esos ciegos voluntarios, que proclaman incluso sin empacho su desconocimiento del objeto, resulta, en ocasiones, memorable.

Mucho dio que hablar, por ejemplo, durante la primavera pasada, una sentencia del Tribunal Constitucional en la que, rechazando un recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Gobierno vasco, se reconocía, sin embargo, un derecho que podemos estimar universal: el de la asistencia de un intérprete cuando, verosímilmente, un detenido no entienda la lengua en que le toma declaración la policía. Se escribieron editoriales, se expusieron opiniones y hasta tomaron la pluma no pocos juristas antes de conocer el texto completo de la sentencia, sin otra base que los resúmenes de Prensa. Mi obligación de lingüista preocupado por estas cosas me llevó luego a leerlas en su totalidad. Pues bien, poco tenía que ver aquello con lo que se estaba diciendo y escribiendo sobre la cuestión, empezando, ya digo, porque se trataba de un recurso desestimado, fallo que todo el mundo parecía ignorar.

La proliferación del diálogo de ciegos me parece un problema grave, en definitiva. No es asunto de broma, aunque algunas de sus manifestaciones dan lugar a la chanza. Y no lo es, sobre todo, porque en el país de los ciegos el tuerto es el rey, como pregona la sabiduría popular. Y en un debate de ciegos, el tuerto, es decir, el que cuando menos ha visto el objeto, aunque lo interprete torcidamente, unilateralmente, puede convertirse con facilidad en líder ideológico, en oráculo indiscutido. Y esa parcialidad en la interpretación tampoco creo que pueda ser buena.

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