Travestidos
La otra noche fui a ver un espectáculo de travestidos en un pequeño y muy ruinoso club. Corren malos tiempos para los transformistas y en Madrid apenas se mantienen un par de salas. Atrás quedaron los años de gloria, cuando los travestídos se pusieron de moda en la premuerte del franquismo, cuando los locales proliferaron y la progresía abarrotaba el Gay Club o Los Centauros para ver cómo los hombres-hembras emplumados pulverizaban la realidad oficial.El transformista es un él que quiere ser ella. No cabe pensar en inconformismo mayor o más doliente: por no resignarse, ni tan siquiera se resignan a su sexo. Todo esto lo sabe el travestido de una manera oscura, porque suele proceder de un mundo lumpen. Viste el travestido desgarrados lamés que él mismo se cose por las noches, se tambalea sobre unos zapatones de tacón inverosímil, hace sangrar sus labios con un carmín violento y se esculpe a golpe de bisturí ianos pechos de hormigón armado. Su personificación de la femineidad no es realista: no imita a la mujer, sino a esa extrema imagen de mujer que el hombre inventa. Un delirio de caderas ondulantes, arrumacos de pantera y puterío. Y así, quizá sin saberlo, hace las convenciones afticos.
Estuvieron muy de moda cuando la transición, ya queda dicho. Por entonces nuestra sociedad andaba buscándose a sí misma y quería destruir las apariencias. Ahora, en cambio, hemos construido un nuevo si.stema de conformidad, y la gente de la posición parece verdaderamente encantada de ser como es. No es de extrañar que no se eleve el transformismo, un arte doloroso en el que la autocomplacencía es imposible. Un arte grotesco que delata mentiras. Ahí estalban la otra noche, en el ruinoso club. Con los ojos amoratados de pinturas de guerra y exhibiendo sus pechos fraudulentos. Pero el local estaba casi vacío, y los pocos espectadores eran otros transformistas, y chicas de vida difícil, y unas cuantas sombras nocturnales. Los travestidos, criaturas incómodas, han regresado a los subterráneos marginales.
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