Pasión paisaje
El paisaje es memoria. Más allá de sus límites, el paisaje sostiene las huellas del pasado, reconstruye recuerdos, proyecta en la mirada las sombras de otro tiempo que sólo existe ya como reflejo de sí mismo en la memoria del viajero o del que, simplemente, sigue fiel a ese paisaje.Para el hombre romántico, el paisaje es además la fuente originaria, y quizá única, de la melancolía. Símbolo de la muerte, de la fugacidad brutal del tiempo y de la vida -el paisaje es eterno y sobrevive en todo caso a quien lo mira-, representa también ese escenario último en el que la desposesión y el vértigo y el miedo al infinito destruyen poco a poco la memoria del viajero -el hombre, en suma-, que sabe desde siempre que el camino que recorre no lleva a ningún sitio. Para el hombre romántico no es la mirada la que enferma ante el paisaje. Es el paisaje el que termina convirtiéndose en una enfermedad del corazón y del espíritu.
Recordaba yo esto el pasado verano al hilo de dos viajes muy distintos. Uno de conocimiento. El otro al corazón de la memoria y el olvido. De turismo y placer el primero. Con la desposesión de fondo y como límite el segundo. Dos viajes mu, distintos, pero marcados ambos por idéntica pasión, por un mismo deseo de hallar en el paisaje los signos de la muerte y la belleza confundidos.
El primero de ellos fue a Laponia, a ese Norte profundo, casi deshabitado, donde las brumas árticas envuelven día y noche la soledad helada de los bosques infinitos y la melancolía imperturbable de los lagos. Durante el mes de julio, acompañado siempre por el sol de medianoche, recorrí de parte a parte el país de los lapones siguiendo en la memoria los pasos de Linneo y de aquella mujer casi legendaria -Svata Björn (Oso Negro) le llamaron, por su extremada fortaleza y por el extraño, allí, color de sus cabellos- que, a principios de siglo, llegó hasta aquellas tierras con el ferrocarril, a cuyos pioneros hacía la comida y alegraba las frías noches de la tundra. De Gallivore a Rovaniemi, de Happaranda a Narvik, a ambos lados de la frontera finlandesa del río Tornea y de la cordillera que separa Suecia de Noruega, contemplé la soledad inacabable de los bosques y los ríos madereros, escuché el hondo silencio de los lagos, me adentré entre los pantanos abisales de la tundra y sentí por vez primera, al menos de ese modo, el frío y la locura de un paisaje que no tiene memoria porque jamás hombre alguno lo ha, habitado.
No es aquel un lugar para la contemplación. Frente a cualquier paisaje limitado y doméstico, dócil a la mirada, los horizontes se extienden allí hasta el infinito, se abren hacia el abismo de la nada y el terror. En la infinita travesía de cualquier carretera solitaria y sin límites, es fácil comprender la inquietud que embargaba al viajero romántico ante la aparición de las montañas que había de cruzar. Frente a los atormentados rápidos de Kúkkola, la frágil soledad de un pescador hace pensar en la del monje aquel que Fiedrich trasladara hasta su lienzo contemplando, desde el acantilado, un mar torvo y hostil. Los viejos ferroviarios, los legendarios almadieros, los mineros lejanos de Kiruna y Malmberget o el solitario cazador no son más que el contrapunto necesario a la desolación inhabitada de un paisaje que hace inútil la mirada del viajero salvo para perderse en los abismos de un silencio geológico y glacial.
El segundo de los viajes, de vuelta ya en España, fue al valle de Riaño. Hacía varios díás que habían demolido los pueblos condenados por la presa y quería comprobar sobre el terreno la increíble verdad de unas imágenes que, desde la lejanía de Estocolmo, había conocido a través de los periódicos y la televisión. Fue un viaje que quizá jamás debí emprender, un descenso a los infiernos interiores de un paisaje que ya sólo seguía vivo en mi memoria. La majestad de las montañas que tantas veces había recorrido seguía intacta, pero a sus pies ya no se lanzaban como antes los tejados y las torres de los pueblos, sino un montón ingente de ruinas y de escombros de los que se elevaba el humo de los fuegos en que ardían las maderas de las casas y el aullido salvaje de Jos perros que habían sido abandonados por sus dueños al partir. El río seguía fiel, entre los prados, el curso fámiliar y conocido, pero, a su alrededor, los avellanos y los chopos de la orilla habían comenzado a ser talados. Los rebaños de vacas -el animal nutricio, el símbolo económico de la cultura y de la historia de aquellas altas tierras, el elemento inseparable del paisaje- pastaban como siempre las mansas praderías, pero al anochecer regresaban buscando sus pesebres entre las escombreras y, al no hallarlos, sus bramidos lejanos rasgaban en la noche el silencio profundo del valle abandonado. Tampoco aquel era el lugar pata la contemplación. Lo había sido, en efecto, durante muchos siglos, para los habitantes de aquellas siete aldeas reducidas ya a cenizas y para los viajeros que cruzaron sus caminos desde la antigüedad. La presencia del hombre lo había hecho posible. Pero, ahora, aquel paisaje había sido ya desposeído, de sus huellas, privado de memoria, reconducido en apariencia a unos orígenes cuya imposibilidad negaba la belleza mortal de las ruinas. Y, aunque su negación no era la misma, sentía frente a él la misma soledad, la misma indefensión que ante los infinitos horizontes de Laponia había sentido.
Era lógico. Ninguno de los dos podía devolverme la memoria. Uno de ellos jamás la había tenido. Al otro se la habían destruido.
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